Don Bosco y los títulos de Nuestra Señora

La devoción mariana de Don Bosco nace de una relación filial y viva con la presencia materna de María, experimentada en cada etapa de su vida. Desde los pilares votivos erigidos durante su infancia en Becchi, pasando por las imágenes veneradas en Chieri y Turín, hasta las peregrinaciones realizadas con sus muchachos a los santuarios del Piamonte y Liguria, cada etapa revela un título diferente de la Virgen —Consolata, Dolorosa, Inmaculada, Virgen de las Gracias y muchos otros— que habla a los fieles de protección, consuelo y esperanza. Sin embargo, el título que definiría para siempre su veneración fue «María Auxiliadora»: según la tradición salesiana, fue la propia Virgen quien se lo indicó. El 8 de diciembre de 1862, Don Bosco confió al clérigo Giovanni Cagliero: «Hasta ahora», añadía, «hemos celebrado con solemnidad y pompa la fiesta de la Inmaculada, y en este día se iniciaron nuestras primeras obras de los oratorios festivos. Pero la Virgen quiere que la honremos bajo el título de María Auxiliadora: los tiempos corren tan tristes que necesitamos que la Santísima Virgen nos ayude a conservar y defender la fe cristiana.» (MB VII, 334)

Títulos marianos
            Escribir hoy un artículo sobre los “títulos marianos” con los que Don Bosco veneró a la Santísima Virgen durante su vida, puede parecer fuera de lugar. Alguien, de hecho, podría decir: ¿Acaso la Virgen no es una sola? ¿Qué sentido tienen tantos títulos si no es crear confusión? Y después de todo, ¿no es Nuestra Señora María Auxiliadora de Don Bosco?
Dejando para los expertos las reflexiones más profundas que justifican estos títulos desde un punto de vista histórico, teológico y devocional, nos contentaremos con un pasaje de “Lumen Gentium”, el documento sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, que nos tranquiliza, recordándonos que María es nuestra madre y que “por su múltiple intercesión sigue obteniéndonos las gracias de la salud eterna. Con su caridad maternal cuida de los hermanos de su Hijo que aún vagan y se encuentran en medio de peligros y aflicciones, hasta que son conducidos a la patria bendita. Por esto la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia bajo los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora” (Lumen Gentium 62).
Estos cuatro títulos admitidos por el Concilio, bien considerados, engloban en síntesis toda una serie de títulos e invocaciones con los que el pueblo cristiano ha llamado a María, títulos que hicieron exclamar a Alessandro Manzoni
“Oh Virgen, oh Señora, oh Tuttasanta, che bei nomi ti serba ogni loquela: più d’un popol superbo esser si vantaer in tua gentil tutela» (de «El nombre de María»).
La propia liturgia de la Iglesia parece comprender y justificar las alabanzas elevadas a María por el pueblo cristiano, cuando se pregunta: “¿Cómo cantaremos tus alabanzas, Santa Virgen María?”
Así pues, dejemos a un lado las dudas y vayamos a ver qué advocaciones marianas eran queridas por Don Bosco, incluso antes de que difundiera por el mundo la de María Auxiliadora.

En su juventud
            Los ermitas sagrados o tabernáculos esparcidos por las calles de las ciudades de muchas partes de Italia, las capillas campestres y los pilares que se encuentran en las encrucijadas de las carreteras o a la entrada de los caminos privados de nuestras tierras, constituyen una herencia de fe popular que aún hoy el tiempo no ha borrado.
Sería una ardua tarea calcular exactamente cuántas se pueden encontrar en las carreteras del Piamonte. Sólo en la zona de “Becchi- Morialdo»” hay una veintena, y no menos de quince en la zona de Capriglio.
En su mayoría son pilares votivos heredados de los antiguos y restaurados varias veces. También los hay más recientes que documentan una piedad que no ha desaparecido.
El pilar más antiguo de la región de Becchi parece datar de 1700. Se erigió en el fondo de la “llanura” hacia el Mainito, donde solían reunirse las familias que vivían en la antigua “Scaiota”, más tarde una granja salesiana, ahora en proceso de renovación.
Se trata del pilar de la Consolata, con una pequeña estatua de la Virgen Consoladora de los Afligidos, siempre honrada con flores campestres traídas por los devotos.
Juan Bosco debió de pasar muchas veces junto a ese pilar, quitándose el sombrero, quizá doblando la rodilla y murmurando un Ave María, como le había enseñado su madre.
En 1958, los Salesianos renovaron el viejo pilar y, con un solemne oficio religioso, lo inauguraron al culto renovado de la comunidad y de la población.
Esa pequeña estatua de la Consolata puede ser la primera efigie de María que Don Bosco veneró al aire libre en vida.

En la antigua casa
            Sin mencionar las iglesias de Morialdo y Capriglio, no sabemos exactamente qué imágenes religiosas colgaban de las paredes de la granja Biglione o de la Casetta. Sí sabemos que, más tarde, en la casa de José, cuando Don Bosco fue a alojarse allí, pudo ver dos viejas imágenes en las paredes de su dormitorio, una de la Sagrada Familia y otra de Nuestra Señora de los Ángeles. Así lo aseguró Sor Eulalia Bosco. ¿De dónde las sacó José? ¿Las vio Juan de niño? La de la Sagrada Familia sigue expuesta hoy en la habitación del medio del primer piso de la casa de José. Representa a San José sentado ante su mesa de trabajo, con el Niño en brazos, mientras la Virgen, de pie al otro lado, observa.
También sabemos que en la Cascina Moglia, cerca de Moncucco, Giovannino solía recitar oraciones y el rosario junto con la familia de los propietarios delante de un pequeño cuadro de Nuestra Señora de los Dolores, que aún se conserva en casa de los Becchi, en el primer piso de la casa de José, en la habitación de Don Bosco, encima de la cabecera de la cama. Está muy ennegrecido, con un marco negro perfilado en oro en el interior.
En Castelnuovo Juanito tenía entonces frecuentes ocasiones de subir a la Iglesia de Nuestra Señora del Castillo para rezar a la Santísima Virgen. En la fiesta de la Asunción, los aldeanos llevaban en procesión la estatua de la Virgen. No todos saben que esa estatua, así como la pintura del icono del altar mayor, representan a Nuestra Señora del Cinturón, la de los agustinos.
En Chieri, el clérigo estudiante y seminarista Juan Bosco rezó muchas veces en el altar de Nuestra Señora de las Gracias de la Catedral de Santa María de la Scala, en el del Santo Rosario de la Iglesia de San Domenico y ante la Inmaculada Concepción de la capilla del Seminario.
Así pues, en su juventud Don Bosco tuvo ocasión de venerar a María Santísima bajo los títulos de la Consolata, Nuestra Señora de los Dolores, Nuestra Señora de las Gracias, Nuestra Señora del Rosario y la Inmaculada.

En Turín
            En Turín, Juan Bosco ya había ido a la Iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles para el examen de admisión a la Orden Franciscana en 1834. Volvió allí varias veces para hacer los Ejercicios Espirituales, en preparación para las Sagradas Órdenes, en la Iglesia de la Visitación, y recibió las Sagradas Órdenes en la Iglesia de la Inmaculada Concepción, en la Curia Arzobispal.
Junto al Convito, habrá ciertamente rezado a menudo ante la imagen de la Anunciación, en la primera capilla de la derecha de la Iglesia de San Francisco de Asís. De camino al Duomo y entrando, como sigue siendo costumbre hoy, por el portal de la derecha, cuántas veces se habrá detenido un momento ante la antigua estatua de la Madonna delle Grazie, conocida por los antiguos turineses como “La Madòna Granda”.
Si luego pensamos en los viajes de peregrinación que Don Bosco solía hacer con sus bribones de Valdocco a los santuarios marianos de Turín en los tiempos del Oratorio itinerante, podemos recordar en primer lugar el Santuario de la Consolata, corazón religioso de Turín, lleno de recuerdos del primer Oratorio. A la “Consolà” llevó Don Bosco muchas veces a sus jóvenes. A la “Consolà” recurrió él mismo entre lágrimas a la muerte de su madre.
Pero no podemos olvidar las excursiones urbanas a Nuestra Señora del Pilone, a Nuestra Señora de Campagna, al Monte dei Cappuccini, a la Iglesia de la Natividad en Pozzo Strada, a la Iglesia de las Gracias en Crocetta.
El viaje de peregrinación más espectacular de aquellos primeros años del Oratorio fue a Nuestra Señora de Superga. Aquella iglesia monumental dedicada a la Natividad de María recordaba a los jóvenes de Don Bosco que la Madre de Dios es “como una aurora naciente”, preludio de la venida de Cristo.
Así pues, Don Bosco hizo experimentar a sus muchachos los misterios de la vida de María a través de sus títulos más hermosos.

En los paseos otoñales
            En 1850 Don Bosco inauguró los paseos “al aire libre” primero a los Becchi y alrededores, luego a las colinas del Monferrato hasta Casale, de Alessandria hasta Tortona y en Liguria hasta Génova.
En los primeros años su destino principal, si no exclusivo, fueron los Becchi y alrededores, donde celebraba con solemnidad la fiesta del Rosario en la pequeña capilla erigida en la planta baja de la casa de su hermano José en 1848.
Los años 1857-64 fueron los años dorados de las marchas otoñales, y los muchachos participaban en ellas en grupos cada vez más numerosos, entrando en los pueblos con la banda de música a la cabeza, acogidos festivamente por la gente y los párrocos locales. Descansaban en graneros, comían frugales comidas campesinas, celebraban devotos servicios en las iglesias y por las noches daban representaciones en un escenario improvisado.
En 1857, un destino de peregrinación fue Santa Maria de Vezzolano, santuario y abadía tan queridos por Don Bosco, situados bajo el pueblo de Albugnano, a 5 km de Castelnuovo.
En 1861 le tocó el turno al santuario de Crea, famoso en todo el Monferrato. En ese mismo viaje, Don Bosco volvió a llevar a los muchachos a la Madonna del Pozo, en San Salvatore.
El 14 de agosto de 1862, desde Vignale, donde se alojaban los jóvenes, Don Bosco condujo al feliz grupo en peregrinación al santuario de la Madonna delle Grazie a Casorzo. Pocos días después, el 18 de octubre, antes de abandonar Alejandría, fueron de nuevo a la catedral para rezar a Nuestra Señora de la Salve, venerada con tanta piedad por los alejandrinos, como feliz conclusión de su caminata.
También en la última caminata de 1864 en Génova, a la vuelta, entre Serravalle y Mornese, un grupo dirigido por el P. Cagliero peregrinó devotamente al santuario de Nostra Señora della Guardia, de Gavi.
Estas peregrinaciones eran vestigios de una religiosidad popular característica de nuestro pueblo; eran la expresión de una devoción mariana, que Juan Bosco había aprendido de su madre.

Y además…
            En los años sesenta, la advocación de María Auxiliadora empezó a dominar la mente y el corazón de Don Bosco, con la erección de la iglesia con la que había soñado desde 1844 y que luego se convirtió en el centro espiritual de Valdocco, la iglesia-madre de la Familia Salesiana, el punto irradiador de la devoción a Nuestra Señora, invocada bajo esta advocación.
Pero las peregrinaciones marianas de Don Bosco no cesaron por ello. Basta seguirle en sus largos viajes por Italia y Francia y ver con qué frecuencia aprovechaba la ocasión para una visita fugaz al santuario de la Virgen local.

De la Madonna di Oropa en Piamonte a la del Miracolo a Roma, del Boschettoa Camogli a la Madonna di Gennazzano, della Madonna del Fuocoa Forlì a la del Olmo a Cúneo, de la Madonna della Buona Speranza a Bigione a aquella de la Vittorie a Parigi.
Nuestra Señora de las Victorias, colocada en un nicho dorado, es una Reina de pie, que sostiene a su Divino Hijo con ambas manos. Jesús tiene los pies apoyados en la bola estrellada que representa el mundo.
Ante esta Reina de las Victorias de París, Don Bosco pronunció en 1883 un “sermón de caridad”, es decir, una de esas conferencias para obtener ayuda para sus obras de caridad en favor de la juventud pobre y abandonada. Fue su primera conferencia en la capital francesa, en el santuario que es para los parisinos lo que el santuario de la Consolata es para los turineses.
Fue la culminación de las andanzas marianas de Don Bosco, que comenzaron al pie de la columna de la Consolata, bajo la “Scaiota» dei Becchi”.




Educar las facultades de nuestro espíritu con San Francisco de Sales

San Francisco de Sales presenta el espíritu como la parte más elevada del alma, gobernada por el intelecto, la memoria y la voluntad. El corazón de su pedagogía es la autoridad de la razón, “divina antorcha” que hace al hombre verdaderamente humano y debe guiar, iluminar y disciplinar las pasiones, la imaginación y los sentidos. Educar el espíritu significa, por tanto, cultivar el intelecto mediante el estudio, la meditación y la contemplación, ejercitar la memoria como depósito de las gracias recibidas, y fortalecer la voluntad para que elija constantemente el bien. De esta armonía brotan las virtudes cardinales – prudencia, justicia, fortaleza y templanza – que forman personas libres, equilibradas y capaces de auténtica caridad.

            Francisco de Sales considera el espíritu como la parte superior del alma. Sus facultades son el intelecto, la memoria y la voluntad. La imaginación podría formar parte de él en la medida en que la razón y la voluntad intervienen en su funcionamiento. La voluntad, por su parte, es la facultad maestra a la que conviene reservar un tratamiento particular. El espíritu hace que el hombre se convierta, según la definición clásica, en un «animal racional». «Somos hombres solo mediante la razón», escribe Francisco de Sales. Después de «las gracias corporales», están «los dones del espíritu», que deberían ser objeto de nuestras reflexiones y de nuestro reconocimiento. Entre ellos, el autor de la Filotea distingue los dones recibidos de la naturaleza y los adquiridos con la educación:

            Considerad los dones del espíritu: cuánta gente hay en el mundo idiota, loca furiosa, mentecata. ¿Por qué no os encontráis entre ellos? Dios os ha favorecido. Cuántos han sido educados de forma tosca y en la más extrema ignorancia: pero a vosotros, la Providencia divina os ha hecho criar de un modo civil y honrado.

La razón, “divina antorcha”
           
En un Ejercicio del sueño o reposo espiritual, compuesto en Padua cuando tenía veintitrés años, Francisco se proponía meditar un argumento que asombra:

            Me detendré a admirar la belleza de la razón que Dios ha donado al hombre, para que, iluminado e instruido por su maravilloso esplendor, odiase el vicio y amase la virtud. ¡Oh! Sigamos la esplendente luz de esta divina antorcha, porque nos es donada en uso para ver dónde debemos poner los pies. ¡Ah! Si nos dejamos conducir por sus dictados, raramente tropezaremos, difícilmente nos haremos daño.

            «La razón natural es un buen árbol que Dios ha plantado en nosotros, los frutos que provienen de él solo pueden ser buenos», afirma el autor del Teótimo; es verdad que está «gravemente herida y casi muerta a causa del pecado», pero su ejercicio no está fundamentalmente impedido.
            En el reino interior del hombre, «la razón debe ser la reina, a la que todas las facultades de nuestro espíritu, todos nuestros sentidos y el mismo cuerpo deben permanecer absolutamente sometidos». Es la razón la que distingue al hombre del animal, por lo que hay que guardarse bien de imitar «los ,macacos y los monos que siempre están malhumorados, tristes y quejumbrosos cuando falta la luna; luego, al contrario, con la luna nueva, saltan, danzan y hacen todas las muecas posibles». Es necesario hacer reinar «la autoridad de la razón», reitera Francisco de Sales.
            Entre la parte superior del espíritu, que debe reinar, y la parte inferior de nuestro ser, designada a veces por Francisco de Sales con el término bíblico de «carne», la lucha a veces se vuelve áspera. Cada frente tiene sus aliados. El espíritu, «fortaleza del alma», está acompañado «por tres soldados: el intelecto, la memoria y la voluntad». Atentos, pues, a la «carne» que conspira y busca aliados en el lugar:

            La carne usa ahora el intelecto, ahora la voluntad, ahora la imaginación, las cuales, asociándose contra la razón, le dejan el campo libre, creando división y haciendo un mal servicio a la razón. […] La carne atrae a la voluntad a veces con los placeres, a veces con las riquezas; ahora solicita a la imaginación a inventar pretensiones, ahora suscita en el intelecto una gran curiosidad, todo con el pretexto del bien.

            En esta lucha, incluso cuando todas las pasiones del alma parecen trastornadas, nada está perdido mientras el espíritu resista: «Si estos soldados fueran fieles, el espíritu no tendría ningún temor y no daría ninguna importancia a sus propios enemigos: como soldados que, disponiendo de suficientes municiones, resisten en el bastión de una fortaleza inexpugnable, a pesar de que los enemigos se encuentren en los suburbios o incluso hayan tomado ya la ciudad; le sucedió a la ciudadela de Niza, ante la cual la fuerza de tres grandes príncipes no pudo vencer la resistencia de los defensores». La causa de todas estas laceraciones interiores es el amor propio. En efecto, «nuestros razonamientos ordinariamente están llenos de motivaciones, opiniones y consideraciones sugeridas por el amor propio, y esto causa grandes conflictos en el alma».
            En el ámbito educativo, es importante hacer sentir la superioridad del espíritu. «Aquí está el principio de una educación humana —dice el padre Lajeunie—: mostrar al niño, apenas su razón se despierta, lo que es bello y bueno, y apartarlo de lo que es malo; crear de este modo en su corazón el hábito de controlar sus reflejos instintivos, en lugar de seguirlos servilmente; es así, de hecho, como se forma este proceso de sexualización que lo hace esclavo de sus deseos espontáneos. En el momento de elecciones decisivas, tal hábito de ceder siempre, sin controlarse, a las pulsiones instintivas puede revelarse catastrófico».

El intelecto, “ojo del alma”
           
El intelecto, facultad típicamente humana y racional, la cual permite conocer y comprender, a menudo se compara con la vista. Se afirma, por ejemplo: «Yo veo», para decir: «Yo comprendo». Para Francisco de Sales, el intelecto es “el ojo del alma”; de ahí su expresión «el ojo de vuestro intelecto». La increíble actividad de la que es capaz lo hace similar a «un obrero, el cual, con los cientos de miles de ojos y de manos, como otro Argos, realiza más obras que todos los trabajadores del mundo, porque no hay nada en el mundo que no sea capaz de representar».

            ¿Cómo funciona el intelecto humano? Francisco de Sales ha analizado con precisión las cuatro operaciones de las que es capaz: el simple pensamiento, el estudio, la meditación y la contemplación. El simple pensamiento se ejerce sobre una gran diversidad de cosas, sin ningún fin, «como hacen las moscas que se posan sobre las flores sin querer extraer ningún jugo, sino solo porque las encuentran». Cuando el intelecto pasa de un pensamiento a otro, los pensamientos que así lo atiborran son ordinariamente «inútiles y dañinos». El estudio, al contrario, mira a considerar las cosas «para conocerlas, para comprenderlas y para hablar bien de ellas, con el fin de «llenar la memoria», como hacen los abejorros que «se posan sobre las rosas para ningún otro fin que para saciarse y llenarse el vientre».
            Francisco de Sales podía detenerse aquí, pero conocía y recomendaba otras dos formas más elevadas. Mientras que el estudio mira a aumentar los conocimientos, la meditación tiene como fin el de «mover los afectos y, en particular, el amor»: «Fijemos nuestro intelecto en el misterio del cual esperamos poder extraer buenos afectos», como la paloma que “arrulla reteniendo el aliento y, mediante el murmullo que produce en la garganta sin dejar salir el aliento, produce su típico canto”.
            La actividad suprema del intelecto es la contemplación, la cual consiste en gozar del bien conocido a través de la meditación y amado mediante tal conocimiento; esta vez nos parecemos a los pajaritos que se entretienen en la jaula solo para “dar placer al maestro”. Con la contemplación el espíritu humano llega a su vértice; el autor del Teótimo afirma que la razón «vivifica finalmente el intelecto con la contemplación».
            Volvamos al estudio, la actividad intelectual que nos interesa más de cerca. “Hay un viejo axioma de los filósofos, según el cual todo hombre desea conocer”. Retomando por su parte esta afirmación de Aristóteles, así como el ejemplo de Platón, Francisco de Sales pretende demostrar que esto constituye un gran privilegio. Lo que el hombre quiere conocer es la verdad. La verdad es más bella que aquella «famosa Elena, por cuya belleza murieron tantos griegos y troyanos». El espíritu está hecho para la búsqueda de la verdad: «La verdad es el objeto de nuestro intelecto, el cual, en consecuencia, descubriendo y conociendo la verdad de las cosas, se siente plenamente satisfecho y contento». Cuando el espíritu encuentra algo nuevo, experimenta una alegría intensa, y cuando se empieza a encontrar algo bello, se es impulsado a continuar la búsqueda, «como aquellos que han encontrado una mina de oro y se adentran siempre más para encontrar aún más de este precioso metal». El asombro que produce el descubrimiento es un potente estímulo; «la admiración, de hecho, ha dado origen a la filosofía y a la atenta búsqueda de las cosas naturales». Siendo Dios la verdad suprema, el conocimiento de Dios es la ciencia suprema que llena nuestro espíritu. Es él quien nos «ha donado el intelecto para conocerlo»; fuera de él solo hay «pensamientos vanos y reflexiones inútiles».

Cultivar la propia inteligencia
           
Lo que caracteriza al hombre es el gran deseo de conocer. Fue este deseo «el que indujo al gran Platón a salir de Atenas y correr tanto», y «el que indujo a estos antiguos filósofos a renunciar a sus comodidades corporales». Algunos incluso llegan a ayunar diligentemente «para poder estudiar mejor». El estudio, de hecho, produce un placer intelectual, superior a los placeres sensuales y difícil de detener: «El amor intelectual, al encontrar en la unión con su objeto una satisfacción inesperada, perfecciona el conocimiento, continuando así a unirse a él, y uniéndose cada vez más, no deja de seguir haciéndolo».
            Se trata de «iluminar bien el intelecto», esforzándose por «purgarlo» de las tinieblas de la «ignorancia». Él denuncia «la torpeza y la indolencia de espíritu, que no quiere saber lo que es necesario» e insiste en el valor del estudio y del aprendizaje: «Estudiad siempre más, con diligencia y humildad», escribía a un estudiante. Pero no basta con «purgar» el intelecto de la ignorancia, es necesario además «embellecerlo y adornarlo», «tapizarlo de consideraciones». Para conocer perfectamente una cosa, es necesario aprender bien, dedicar tiempo a «someter» el intelecto, es decir, a fijarlo en una cosa, antes de pasar a otra.
            El joven Francisco de Sales aplicaba su inteligencia no solo a los estudios y a conocimientos intelectuales, sino también a ciertos temas esenciales para la vida del hombre en la tierra, y, en particular, a la «consideración de la vanidad de la grandeza, de las riquezas, de los honores, de las comodidades y de los placeres voluptuosos de este mundo»; a la «consideración de la infamia, abyección y deplorable miseria, presentes en el vicio y en el pecado», y al «conocimiento de la excelencia de la virtud».
            El espíritu humano a menudo se distrae, olvida, se contenta con un conocimiento vago o vano. Mediante la meditación, no solo de las verdades eternas, sino también de los fenómenos y de los acontecimientos del mundo, es capaz de alcanzar una visión más realista y profunda de la realidad. Por este motivo, en las Meditaciones propuestas por el autor a Filotea, hay una primera parte dedicada titulada Consideraciones.
            Considerar significa aplicar el espíritu a un objeto preciso, examinar con atención sus diversos aspectos. Francisco de Sales invita a Filotea a «pensar», a «ver», a examinar los diferentes «puntos», algunos de los cuales merecen ser considerados «aparte». Exhorta a ver las cosas en general y a descender luego a los casos particulares. Quiere que se examinen los principios, las causas y las consecuencias de una determinada verdad, de una determinada situación, así como las circunstancias que la acompañan. Es necesario también saber «sopesar» ciertas palabras o sentencias, cuya importancia corre el riesgo de escapársenos, considerarlas una a una, confrontarlas una con otra.
            Como en todo, así en el deseo de conocer puede haber excesos y deformaciones. Atentos a la vanidad de falsos sabios: algunos, de hecho, «por el poco de ciencia que tienen, quieren ser honrados y respetados por todos, como si cada uno debiera ir a su escuela y tenerlos por maestros: por eso se les llama pedantes». Ahora bien, «la ciencia nos deshonra cuando nos infla y degenera en pedantería». ¡Qué ridiculez querer instruir a Minerva, Minervam docere, la diosa de la sabiduría! «La peste de la ciencia es la presunción, que infla los espíritus y los vuelve hidrópicos, como son ordinariamente los sabios del mundo».
            Cuando se trata de problemas que nos superan y que entran en el ámbito de los misterios de la fe, es necesario «purificarlos de toda curiosidad», es necesario «mantenerlos bien cerrados y cubiertos frente a tales vanas y necias cuestiones y curiosidades». Es la «pureza intelectual», la «segunda modestia» o la «modestia interior». Finalmente, se debe saber que el intelecto puede equivocarse y que existe el «pecado del intelecto», como el que Francisco de Sales reprocha a la señora de Chantal, la cual había cometido un error al depositar una exagerada estima en su director.

La memoria y sus «almacenes»
           
Como el intelecto, así la memoria es una facultad del espíritu que suscita admiración. Francisco de Sales la compara con un almacén «que vale más que los de Amberes o de Venecia». ¿No se dice acaso «almacenar» en la memoria? La memoria es un soldado cuya fidelidad nos es muy útil. Es un don de Dios, declara el autor de la Introducción a la vida devota: Dios os la ha donado «para que os acordéis de él», dice a Filotea, invitándola a huir de «los recuerdos detestables y frívolos».
            Esta facultad del espíritu humano necesita ser entrenada. Cuando era estudiante en Padua, el joven Francisco ejercitaba su memoria no solo en los estudios, sino también en la vida espiritual, en la cual la memoria de los beneficios recibidos es un elemento fundamental:

            Antes que nada, me dedicaré a refrescar mi memoria con todos los buenos impulsos, deseos, afectos, propósitos, proyectos, sentimientos y dulzuras que en el pasado la divina Majestad me ha inspirado y hecho experimentar, considerando sus santos misterios, la belleza de la virtud, la nobleza de su servicio y una infinidad de beneficios que me ha libremente otorgado; pondré también orden en mis recuerdos acerca de las obligaciones que tengo hacia ella por el hecho de que, por su santa gracia, a veces ha debilitado mis sentidos enviándome ciertas dolencias y enfermedades, de las cuales he sacado gran provecho.

            En las dificultades y en los miedos es indispensable servirse de ella «para acordarse de las promesas» y para «permanecer firmes confiando en que todo perecerá antes que las promesas fallen». Sin embargo, la memoria del pasado no es siempre buena, porque puede generar tristeza, como le ocurrió a un discípulo de san Bernardo, que fue asaltado por una mala tentación cuando comenzó «a recordar a los amigos del mundo, a los parientes, a los bienes que había dejado». En ciertas circunstancias excepcionales de la vida espiritual «es necesario purificarla del recuerdo de cosas caducas y de asuntos mundanos y olvidar por un cierto tiempo las cosas materiales y temporales, aunque buenas y útiles». En el campo moral, para ejercitar la virtud, la persona que se ha sentido ofendida tomará una medida radical: «Me acuerdo demasiado de las flechas e injurias, de ahora en adelante perderé la memoria».

«Debemos tener un espíritu justo y razonable»
           
Las capacidades del espíritu humano, en particular del intelecto y de la memoria, no están destinadas solo a gloriosas empresas intelectuales, sino también y sobre todo a la conducta de la vida. Tratar de conocer al hombre, de comprender la vida y definir las normas referentes a los comportamientos conformes a la razón, estos deberían ser los cometidos fundamentales del espíritu humano y de su educación. La parte central de la Filotea, que trata del «ejercicio de las virtudes», contiene, hacia el final, un capítulo que resume en cierto modo la enseñanza de Francisco de Sales sobre las virtudes: «Debemos tener un espíritu justo y razonable».
            Con fineza y una pizca de humor, el autor denuncia numerosas conductas extrañas, locas o simplemente injustas: «Acusamos al prójimo por poco, y nos excusamos a nosotros mismos por mucho más»; «queremos vender con un precio alto y comprar a buen mercado»; «lo que hacemos por los otros nos parece siempre mucho, y lo que hacen los otros por nosotros es nada»; «tenemos un corazón dulce, gracioso y cortés hacia nosotros, y un corazón duro, severo y riguroso hacia el prójimo»; «tenemos dos pesos: uno para pesar nuestras comodidades con la mayor ventaja posible para nosotros, el otro para pesar las del prójimo con la mayor desventaja que se puede». Para juzgar bien, aconseja a Filotea, es necesario siempre ponerse en el lugar del prójimo: «Haceos vendedora al comprar y compradora al vender». No se pierde nada al vivir como personas «generosas, nobles, corteses, con un corazón real, constante y razonable».
            La razón está en la base del edificio de la educación. Ciertos padres no tienen una actitud mental justa; de hecho, «hay chicos virtuosos que padres y madres no consiguen casi soportar porque tienen este o aquel defecto en el cuerpo; hay en cambio viciosos continuamente mimados, porque tienen esta o aquella bella dote física». Hay educadores y responsables que se dejan llevar por preferencias. «Mantened la balanza bien derecha entre vuestras hijas», recomendaba a una superiora de las visitandinas, para que «los dones naturales no os hagan distribuir injustamente los afectos y los favores». Y añadía: «La belleza, la buena gracia y la palabra amable confieren a menudo una gran fuerza de atracción a las personas que viven según sus inclinaciones naturales; la caridad tiene como objeto la verdadera virtud y la belleza del corazón, y se extiende a todos sin particularismos».
            Pero es sobre todo la juventud la que corre los riesgos mayores, porque si «el amor propio nos aleja habitualmente de la razón», esto ocurre quizás aún más en los jóvenes tentados por la vanidad y por la ambición. La razón de un joven corre el riesgo de perderse sobre todo cuando se deja «llevar por enamoramientos». Atención, pues, escribe el obispo a un joven, «a no permitir que vuestros afectos prevengan el juicio y la razón en la elección de los sujetos a amar; puesto que, una vez que se ha puesto en marcha, el afecto arrastra al juicio, como se arrastraría a un esclavo, a elecciones muy deplorables, de las que podría arrepentirse muy pronto». Explicaba también a las visitandinas que «nuestros pensamientos están habitualmente llenos de razones, opiniones y consideraciones sugeridas por el amor propio, que causa grandes conflictos en el alma».

La razón, fuente de las cuatro virtudes cardinales
           
La razón se asemeja al río del paraíso, «que Dios hace correr para irrigar todo el hombre en todas sus facultades y actividades»; este se divide en cuatro brazos correspondientes a las cuatro virtudes que la tradición filosófica llama virtudes cardinales: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
            La prudencia «inclina nuestro intelecto a discernir verdaderamente el mal a evitar y el bien a cumplir». Esta consiste en «discernir cuáles son los medios más apropiados para alcanzar el bien y la virtud». ¡Atención a las pasiones que corren el riesgo de deformar nuestro juicio y de provocar la ruina de la prudencia! La prudencia no se opone a la simplicidad: seremos, conjuntamente, «prudentes como serpientes para no ser engañados; simples como palomas para no engañar a nadie».

            La justicia consiste en «rendir a Dios, al prójimo y a sí mismos lo que se debe». Francisco de Sales comienza con la justicia hacia Dios, conectada con la virtud de la religión, «mediante la cual rendimos a Dios el respeto, el honor, el homenaje y la sumisión a él debidos como nuestro soberano Señor y primer principio». La justicia hacia los padres comporta el deber de la piedad, la cual «se extiende a todos los oficios que se pueden legítimamente rendirles, sea en honor, sea en servicio».
            La virtud de la fortaleza ayuda a «superar las dificultades que se encuentran al cumplir el bien y al rechazar el mal». Es muy necesaria, porque el apetito sensitivo es «verdaderamente un sujeto rebelde, sedicioso, turbulento». Cuando la razón domina las pasiones, la ira deja el puesto a la dulzura, gran aliada de la razón. La fortaleza es acompañada a menudo por la magnanimidad, «una virtud que nos empuja e inclina a cumplir acciones de gran relieve».
            Finalmente, la templanza es indispensable «para reprimir las inclinaciones desordenadas de la sensualidad», para «gobernar el apetito de la avidez» y «frenar las pasiones conectadas». En efecto, si el alma se apasiona demasiado a un placer y a una alegría sensible, se degrada volviéndose incapaz de alegrías más elevadas.
            En conclusión, las cuatro virtudes cardinales son como las manifestaciones de esta luz natural que nos proporciona la razón. Practicando estas virtudes, la razón ejerce «su superioridad y la autoridad que tiene de regular los apetitos sensuales».




Con Nino Baglieri peregrino de la Esperanza, en el camino del Jubileo

El recorrido del Jubileo 2025, dedicado a la Esperanza, encuentra un testigo luminoso en la historia del Siervo de Dios Nino Baglieri. Desde la dramática caída que lo dejó tetrapléjico a los diecisiete años hasta su renacimiento interior en 1978, Baglieri pasó de la sombra de la desesperación a la luz de una fe activa, transformando su lecho de dolor en un púlpito de alegría. Su historia entrelaza los cinco signos jubilares – peregrinación, puerta, profesión de fe, caridad y reconciliación – mostrando que la esperanza cristiana no es evasión, sino fuerza que abre el futuro y sostiene cada camino.

1. Esperar como espera
            La esperanza, según el diccionario en línea Treccani, es un sentimiento de “expectativa confiada en la realización, presente o futura, de lo que se desea”. La etimología del sustantivo “esperanza” deriva del latín spes, a su vez derivado de la raíz sánscrita spa- que significa tender hacia una meta. En español, “esperar” y “aguardar” se traducen con el verbo esperar, que engloba en una sola palabra ambos significados: como si solo se pudiera aguardar lo que se espera. Este estado de ánimo nos permite afrontar la vida y sus desafíos con coraje y una luz en el corazón siempre encendida. La esperanza se expresa – en positivo o en negativo – también en algunos proverbios de la sabiduría popular: “La esperanza es lo último que muere”, “Mientras hay vida hay esperanza”, “Quien vive de esperanza, desesperado muere”.
            Casi recogiendo este “sentir compartido” sobre la esperanza, pero consciente de la necesidad de ayudar a redescubrir la esperanza en su dimensión más plena y verdadera, el Papa Francisco quiso dedicar el Jubileo Ordinario de 2025 a la Esperanza (Spes non confundit [La esperanza no defrauda] es la bula de convocatoria) y ya en 2014 decía: “La resurrección de Jesús no es el final feliz de un cuento bonito, no es el happy end de una película; sino la intervención de Dios Padre donde se quiebra la esperanza humana. En el momento en que todo parece perdido, en el momento del dolor, cuando muchas personas sienten la necesidad de bajar de la cruz, es el momento más cercano a la resurrección. La noche se vuelve más oscura justo antes de que comience la mañana, antes de que empiece la luz. En el momento más oscuro interviene Dios y resucita” (cf. Audiencia del 16 de abril de 2014).
            En este contexto encaja perfectamente la historia del Siervo de Dios Nino Baglieri (Modica, 1 de mayo de 1951 – 2 de marzo de 2007), joven albañil de diecisiete años que, al caer de un andamio de diecisiete metros por el repentino colapso de una tabla, se estrelló contra el suelo quedando tetrapléjico: desde esa caída, el 6 de mayo de 1968, solo pudo mover la cabeza y el cuello, dependiendo de por vida de otros para todo, incluso para las cosas más simples y humildes. Nino ni siquiera podía estrechar la mano de un amigo o acariciar a su madre… y vio desvanecerse la posibilidad de realizar sus sueños. ¿Qué esperanza de vida tiene ahora este joven? ¿Con qué sentimientos puede enfrentarse? ¿Qué futuro le espera? La primera respuesta de Nino fue la desesperación, la oscuridad total ante una búsqueda de sentido que no encontraba respuesta: primero un largo peregrinar por hospitales de distintas regiones italianas, luego la compasión de amigos y conocidos llevó a Nino a rebelarse y encerrarse en diez largos años de soledad y rabia, mientras el túnel de la vida se hacía cada vez más profundo.
            En la mitología griega, Zeus confía a Pandora un jarrón que contiene todos los males del mundo: al destaparlo, los hombres pierden la inmortalidad y comienzan una vida de sufrimiento. Para salvarlos, Pandora vuelve a abrir el jarrón y libera elpis, la esperanza, que había quedado en el fondo: era el único antídoto contra las aflicciones de la vida. Mirando al Dador de todo bien, sabemos que «la esperanza no defrauda» (Rm 5,5). El Papa Francisco en Spes non confundit escribe: “En el signo de esta esperanza el apóstol Pablo infunde valor a la comunidad cristiana de Roma […] Todos esperan. En el corazón de cada persona está encerrada la esperanza como deseo y espera del bien, aunque no se sepa qué traerá el mañana. La imprevisibilidad del futuro, sin embargo, genera sentimientos a veces opuestos: desde la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda. A menudo encontramos personas desconfiadas, que miran al futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad. Que el Jubileo sea para todos ocasión de reavivar la esperanza” (ídem, 1).

2. De testigo de la “desesperación” a “embajador” de esperanza
            Volvemos entonces a la historia de nuestro Siervo de Dios, Nino Baglieri.
            Deben pasar diez largos años antes de que Nino salga del túnel de la desesperación, las densas tinieblas se disipen y entre la Luz. Era la tarde del 24 de marzo, Viernes Santo de 1978, cuando el padre Aldo Modica con un grupo de jóvenes fue a casa de Nino, impulsado por su madre Peppina y algunas personas que participaban en el camino de la Renovación en el Espíritu, entonces en sus inicios en la parroquia salesiana cercana. Nino escribe: “mientras invocaban al Espíritu Santo sentí una sensación extrañísima, un gran calor invadía mi cuerpo, un fuerte hormigueo en todas mis extremidades, como si una fuerza nueva entrara en mí y algo viejo saliera. En ese momento dije mi ‘sí’ al Señor, acepté mi cruz y renací a una vida nueva, me convertí en un hombre nuevo. Diez años de desesperación borrados en unos instantes, porque una alegría desconocida entró en mi corazón. Yo deseaba la curación de mi cuerpo y en cambio el Señor me concedía una alegría aún mayor: la curación espiritual”.
            Comienza para Nino un nuevo camino: de “testigo de la desesperación” se convierte en “peregrino de esperanza”. Ya no aislado en su pequeña habitación sino “embajador” de esta esperanza, narra su experiencia a través de un programa emitido por una radio local y – gracia aún mayor – el buen Dios le concede la alegría de poder escribir con la boca. Nino confiesa: “En marzo de 1979 el Señor me hizo un gran milagro, aprendí a escribir con la boca, así empecé, estaba con mis amigos que hacían los deberes, les pedí que me dieran un lápiz y un cuaderno, empecé a hacer signos y a dibujar algo, pero luego descubrí que podía escribir y así comencé a escribir”. Entonces comienza a redactar sus memorias y a tener contacto por carta con personas de toda clase y en varias partes del mundo, con miles de cartas que hasta hoy se conservan. La esperanza recuperada lo hace creativo, ahora Nino redescubre el gusto por las relaciones y quiere hacerse – en la medida de lo posible – independiente: con la ayuda de una varilla que usa con la boca y una goma elástica aplicada al teléfono, marca los números para comunicarse con muchas personas enfermas, para dirigirles una palabra de consuelo. Descubre una nueva manera de afrontar su condición de sufrimiento, que lo saca del aislamiento y lo lleva a ser testigo del Evangelio de la alegría y la esperanza: “Ahora hay mucha alegría en mi corazón, en mí ya no existe dolor, en mi corazón está Tu amor. Gracias Jesús, mi Señor, desde mi lecho de dolor quiero alabarte y con todo mi corazón quiero darte gracias porque me has llamado para conocer la vida, para conocer la verdadera vida”.
            Nino cambió de perspectiva, dio un giro de 360° – el Señor le regaló la conversión – puso su confianza en ese Dios misericordioso que, a través de la “desgracia”, lo llamó a trabajar en su viña, para ser signo y instrumento de salvación y esperanza. Así, muchas personas que iban a visitarlo para consolarlo salían consoladas, con lágrimas en los ojos: no encontraban en ese camastro a un hombre triste y apesadumbrado, sino un rostro sonriente que irradiaba – a pesar de tantos sufrimientos, entre ellos las llagas y problemas respiratorios – alegría de vivir: la sonrisa era constante en su rostro y Nino se sentía “útil desde un lecho de cruz”. Nino Baglieri es lo opuesto a muchas personas de hoy, siempre en busca del sentido de la vida, que apuntan al éxito fácil y a la felicidad de cosas efímeras y sin valor, vive on-line, consumen la vida en un clic, quieren todo y ya pero tienen los ojos tristes, apagados. Nino aparentemente no tenía nada, y sin embargo tenía paz y alegría en el corazón: no vivió aislado, sino sostenido por el amor de Dios expresado en el abrazo y la presencia de toda su familia y de cada vez más personas que lo conocen y se relacionan con él.

3. Avivar la esperanza
            Construir la esperanza es: cada vez que no me conformo con mi vida y me esfuerzo por cambiarla. Cada vez que no me dejo endurecer por las experiencias negativas y evito que me vuelvan desconfiado. Cada vez que caigo y trato de levantarme, que no permito que los miedos tengan la última palabra. Cada vez que, en un mundo marcado por los conflictos, elijo la confianza y relanzar siempre, con todos. Cada vez que no huyo del sueño de Dios que me dice: “quiero que seas feliz”, “quiero que tengas una vida plena… plena también de santidad”. La cima de la virtud de la esperanza es, de hecho, una mirada al Cielo para habitar bien la tierra o, como diría Don Bosco, caminar con los pies en la tierra y el corazón en el Cielo.
            En esta línea de esperanza se cumple el jubileo que, con sus signos, nos pide ponernos en camino, cruzar algunas fronteras.
            Primer signo, la peregrinación: cuando uno se mueve de un lugar a otro está abierto a lo nuevo, al cambio. Toda la vida de Jesús fue “ponerse en camino”, un camino de evangelización que se cumple en el don de la vida y luego más allá, con la Resurrección y la Ascensión.
            Segundo signo, la puerta: en Jn 10,9 Jesús afirma «Yo soy la puerta: si alguien entra por mí será salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto». Pasar la puerta es dejarse acoger, ser comunidad. En el evangelio también se habla de la “puerta estrecha”: el Jubileo se convierte en camino de conversión.
            Tercer signo, la profesión de fe: expresar la pertenencia a Cristo y a la Iglesia y declararlo públicamente.
            Cuarto signo, la caridad: la caridad es la contraseña para el cielo, en 1Pe 4,8 el apóstol Pedro amonesta «conservad entre vosotros una gran caridad, porque la caridad cubre multitud de pecados».
            Quinto signo, por tanto, la reconciliación y la indulgencia jubilar: es un “tiempo favorable” (cf. 2Cor 6,2) para experimentar la gran misericordia de Dios y recorrer caminos de acercamiento y perdón hacia los hermanos; para vivir la oración del Padre Nuestro donde se pide “perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Es convertirse en criaturas nuevas.
            También en la vida de Nino hay episodios que lo conectan – en el “hilo” de la esperanza – con estas dimensiones jubilares. Por ejemplo, el arrepentimiento por algunas travesuras de su infancia, como cuando, en tres (él cuenta), “robábamos las ofrendas de las Misas en la sacristía, nos servían para jugar al futbolín. Cuando encuentras malos compañeros te llevan por mal camino. Luego uno tomó el manojo de llaves del Oratorio y lo escondió en mi bolso de libros que estaba en el estudio; encontraron las llaves, llamaron a los padres, nos dieron dos bofetadas y nos echaron de la escuela. ¡Vergüenza!”. Pero sobre todo en la vida de Nino está la caridad, ayudar al hermano pobre, en la prueba física y moral, hacerse presente con quien tiene dificultades también psicológicas y alcanzar por escrito a los hermanos en la cárcel para testimoniarles la bondad y el amor de Dios. A Nino, que antes de la caída había sido albañil, “[me] gustaba construir con mis manos algo que quedara en el tiempo: también ahora – escribe – me siento un albañil que trabaja en el Reino de Dios, para dejar algo que perdure en el tiempo, para ver las Obras Maravillosas de Dios que realiza en nuestra Vida”. Confiesa: “mi cuerpo parece muerto, pero en mi pecho sigue latiendo mi corazón. Las piernas no se mueven, y sin embargo, por los caminos del mundo yo camino”.

4. Peregrino hacia el cielo
            Nino, cooperador salesiano consagrado de la gran Familia Salesiana, concluye su “peregrinación” terrenal el viernes 2 de marzo de 2007 a las 8:00 de la mañana, con solo 55 años, de los cuales 39 los pasó tetrapléjico entre cama y silla de ruedas, después de pedir perdón a la familia por las dificultades que tuvo que afrontar por su condición. Deja la escena de este mundo en ropa deportiva y zapatillas, como pidió expresamente, para correr por los verdes prados floridos y saltar como una cierva junto a los cursos de agua. Leemos en su Testamento espiritual: “nunca dejaré de darte gracias, oh, Señor, por haberme llamado a Ti a través de la Cruz el 6 de mayo de 1968. Una cruz pesada para mis jóvenes fuerzas…”. El 2 de marzo la vida – don continuo que parte de los padres y se alimenta poco a poco con asombro y belleza – inserta para Nino Baglieri su pieza más importante: el abrazo con su Señor y Dios, acompañado por la Virgen.
            Al conocerse su partida, de muchas partes surge un coro unánime: «ha muerto un santo», un hombre que hizo de su lecho de cruz el estandarte de la vida plena, don para todos. Por tanto, un gran testigo de esperanza.
            Pasados 5 años de su muerte, así como lo prevén las Normae Servandae in Inquisitionibus ab Episcopis faciendis in Causis Sanctorum de 1983, el obispo de la Diócesis de Noto, a petición del Postulador General de la Congregación Salesiana, escuchada la Conferencia Episcopal Siciliana y obtenido el Nihil obstat de la Santa Sede, abre la Investigación Diocesana de la Causa de Beatificación y Canonización del Siervo de Dios Nino Baglieri.
            El proceso diocesano, que duró 12 años, se desarrolló a lo largo de dos líneas principales: el trabajo de la Comisión de Historia que buscó recogió, estudió y presentó muchas fuentes, sobre todo escritos “del” y “sobre” el Siervo de Dios; el Tribunal Eclesiástico, titular de la Investigación, que también escuchó bajo juramento a los testigos.
            Este camino concluyó el pasado 5 de mayo de 2024 en presencia de monseñor Salvatore Rumeo, actual obispo de la diócesis de Noto. Pocos días después los Actos procesales fueron entregados al Dicasterio para las Causas de los Santos que procedió a su apertura el 21 de junio de 2024. A principios de 2025, el mismo Dicasterio decretó su “Validez Jurídica”, con lo que la fase romana de la Causa puede entrar en su desarrollo.
            Ahora la aportación a la Causa continúa también dando a conocer la figura de Nino que al final de su camino terrenal recomendó: “no me dejéis sin hacer nada. Yo continuaré desde el cielo mi misión. Os escribiré desde el Paraíso”.
            El camino de la esperanza en su compañía se convierte así en deseo del Cielo, cuando “nos encontraremos cara a cara con la belleza infinita de Dios (cf. 1Cor 13,12) y podremos leer con gozosa admiración el misterio del universo, que participará junto a nosotros de la plenitud sin fin […]. Mientras tanto, nos unimos para hacernos cargo de esta casa que se nos ha confiado, sabiendo que lo bueno que hay en ella será asumido en la fiesta del cielo. Junto con todas las criaturas, caminamos por esta tierra buscando a Dios […] ¡Caminamos cantando!” (cf. Laudato Si, 243-244).

Roberto Chiaramonte




Don Pietro Ricaldone renace en Mirabello Monferrato

Don Pietro Ricaldone (Mirabello Monferrato, 27 de abril de 1870 – Roma, 25 de noviembre de 1951) fue el cuarto sucesor de Don Bosco al frente de los Salesianos, hombre de vasta cultura, profunda espiritualidad y gran amor por los jóvenes. Nacido y criado entre las colinas del Monferrato, llevó siempre consigo el espíritu de aquella tierra, traduciéndolo en un compromiso pastoral y formativo que lo convertiría en una figura de relevancia internacional. Hoy, los habitantes de Mirabello Monferrato quieren hacerlo regresar a sus tierras.

El Comité Don Pietro Ricaldone: renacimiento de una herencia (2019)
En 2019, un grupo de exalumnos y exalumnas, historiadores y apasionados de las tradiciones locales dio vida al Comité Don Pietro Ricaldone en Mirabello Monferrato. El objetivo –sencillo y ambicioso a la vez– fue desde el principio devolver la figura de Don Pietro al corazón del pueblo y de los jóvenes, para que su historia y su herencia espiritual no se pierdan.

Para preparar el 150º aniversario de su nacimiento (1870–2020), el Comité exploró el Archivo Histórico Municipal de Mirabello y el Archivo Histórico Salesiano, encontrando cartas, apuntes y antiguos volúmenes. De este trabajo nació una biografía ilustrada, pensada para lectores de todas las edades, en la que la personalidad de Ricaldone emerge de forma clara y cautivadora. Fundamental, en esta fase, fue la colaboración con Don Egidio Deiana, estudioso de historia salesiana.

En 2020 estaba prevista una serie de eventos –exposiciones fotográficas, conciertos, espectáculos teatrales y circenses– todos centrados en el recuerdo de Don Pietro. Aunque la pandemia obligó a reprogramar gran parte de las celebraciones, en julio de ese mismo año se llevó a cabo un evento conmemorativo con una exposición fotográfica sobre las etapas de la vida de Ricaldone, una animación para niños con talleres creativos y una celebración solemne, con la presencia de algunos Superiores Salesianos.
Aquel encuentro marcó el inicio de una nueva temporada de atención al territorio mirabellese.

Más allá del 150º: el concierto por el 70º aniversario de su muerte
El entusiasmo por la recuperación de la figura de Don Pietro Ricaldone llevó al Comité a prolongar su actividad incluso después del 150º aniversario.
Con motivo del 70º aniversario de su muerte (25 de noviembre de 1951), el Comité organizó un concierto titulado “Apresurar el alba radiante del día anhelado”, frase extraída de la circular de Don Pietro sobre el Canto Gregoriano de 1942.
En plena Segunda Guerra Mundial, Don Pietro –entonces Rector Mayor– escribió una célebre circular sobre el Canto Gregoriano en la que subrayaba la importancia de la música como vía privilegiada para reconducir los corazones de los hombres a la caridad, a la mansedumbre y sobre todo a Dios: “A alguno podrá causarle maravilla que, en tanto fragor de armas, yo os invite a ocuparos de música. Y sin embargo pienso, aun prescindiendo de alusiones mitológicas, que este tema responde plenamente a las exigencias de la hora actual. Todo aquello que pueda ejercer eficacia educativa y reconducir a los hombres a sentimientos de caridad y mansedumbre y sobre todo a Dios, debe ser practicado por nosotros, diligentemente y sin demora, para apresurar el alba radiante del día anhelado”.

Paseos y raíces salesianas: la “Passeggiata di Don Bosco”
Aunque nació como homenaje a Don Ricaldone, el Comité ha terminado por difundir nuevamente también la figura de Don Bosco y de toda la tradición salesiana, de la cual Don Pietro fue heredero y protagonista.
A partir de 2021, cada segundo domingo de octubre, el Comité promueve la “Passeggiata di Don Bosco” (Paseo de Don Bosco), rememorando la peregrinación que Don Bosco realizó con los muchachos desde Mirabello a Lu Monferrato del 12 al 17 de octubre de 1861. En aquellos cinco días se proyectaron los detalles del primer colegio salesiano fuera de Turín, confiado al Beato Miguel Rúa con Don Albera entre los profesores. Aunque la iniciativa no concierne directamente a Don Pietro, subraya sus raíces y el vínculo con la tradición salesiana local que él mismo continuó.

Hospitalidad e intercambios culturales
El Comité ha favorecido la acogida de grupos de jóvenes, escuelas profesionales y clérigos salesianos de todo el mundo. Algunas familias ofrecen hospitalidad gratuita, renovando la fraternidad típica de Don Bosco y de Don Pietro. En 2023 pasó por Mirabello un numeroso grupo de la Crocetta, mientras que cada verano llegan grupos internacionales acompañados por Don Egidio Deiana. Cada visita es un diálogo entre memoria histórica y alegría de los jóvenes.

El 30 de marzo de 2025, casi cien capitulares salesianos hicieron etapa en Mirabello, en los lugares donde Don Bosco abrió su primer colegio fuera de Turín y donde Don Pietro vivió sus años formativos. El Comité, junto con la Parroquia y la Pro Loco, organizó la acogida y realizó un video divulgativo sobre la historia salesiana local, apreciado por todos los participantes.
Las iniciativas continúan y hoy el Comité, guiado por su presidente, colabora en la creación del Camino Monferrino de Don Bosco, un itinerario espiritual de unos 200 km a través de las rutas otoñales recorridas por el Santo. El objetivo es obtener el reconocimiento oficial a nivel regional, pero también ofrecer a los peregrinos una experiencia formativa y de evangelización. Los paseos juveniles de Don Bosco, de hecho, eran experiencias de formación y evangelización: el mismo espíritu que Don Pietro Ricaldone defendería y promovería durante todo su rectorado.

La misión del Comité: mantener viva la memoria de Don Pietro
Detrás de cada iniciativa está la voluntad de hacer emerger la obra educativa, pastoral y cultural de Don Pietro Ricaldone. Los fundadores del Comité custodian recuerdos personales de infancia y desean transmitir a las nuevas generaciones los valores de fe, cultura y solidaridad que animaron al sacerdote mirabellese. En una época en que tantos puntos de referencia vacilan, redescubrir el camino de Don Pietro significa ofrecer un modelo de vida capaz de iluminar el presente: “Allí donde pasan los Santos, Dios camina con ellos y nada vuelve a ser como antes” (San Juan Pablo II).
El Comité Don Pietro Ricaldone se hace portavoz de esta herencia, confiando en que la memoria de un gran hijo de Mirabello continúe iluminando el camino para las generaciones venideras, trazando un sendero firme hecho de fe, cultura y solidaridad.




Novena de María Auxiliadora 2025

Esta novena a María Auxiliadora 2025 nos invita a redescubrirnos como hijos bajo la mirada materna de María. Cada día, a través de las grandes apariciones –desde Lourdes a Fátima, de Guadalupe a Banneaux – contemplamos un rasgo de su amor: humildad, esperanza, obediencia, asombro, confianza, consuelo, justicia, dulzura, sueño. Las meditaciones del Rector Mayor y las oraciones de los “hijos” nos acompañan en un camino de nueve días que abre el corazón a la fe sencilla de los pequeños, alimenta la oración y anima a construir, con María, un mundo sanado y lleno de luz, para nosotros y para todos aquellos que buscan esperanza y paz.

Día 1
Ser Hijos – Humildad y fe

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de Lourdes
La pequeña Bernadette Soubirous
11 de febrero de 1858. Acababa de cumplir 14 años. Era una mañana como las demás, un día de invierno. Teníamos hambre, como siempre. Estaba esa gruta, con la boca oscura. En el silencio sentí como un gran soplo. El arbusto se movió, una fuerza lo sacudía. Y entonces vi a una joven, vestida de blanco, no más alta que yo, que me saludó con una leve inclinación de cabeza; al mismo tiempo, separó ligeramente del cuerpo sus brazos extendidos, abriendo las manos, como las estatuas de la Virgen. Sentí miedo. Luego pensé en rezar: tomé el rosario que siempre llevo conmigo y comencé a recitarlo.

María se muestra a su hija Bernadette Soubirous. A ella, que no sabía leer ni escribir, que hablaba en dialecto y no asistía al catecismo. Una niña pobre, marginada por todos en el pueblo, y sin embargo dispuesta a confiar y a entregarse, como quien no tiene nada. Y nada que perder.
María le confía sus secretos y lo hace porque confía en ella. La trata con ternura, se dirige a ella con amabilidad, le dice “por favor”.
Y Bernadette se abandona y le cree, como hace un niño con su madre. Cree en su promesa: que la Virgen no la hará feliz en este mundo, sino en el otro. Y recuerda esa promesa toda su vida.
Una promesa que le permitirá afrontar todas las dificultades con la frente en alto, con fuerza y determinación, haciendo lo que la Virgen le pidió: rezar, rezar siempre por todos nosotros, pecadores.
También ella promete: custodia los secretos de María y da voz a su pedido de un Santuario en el lugar de la aparición.
Y al morir, Bernadette sonríe, recordando el rostro de María, su mirada amorosa, sus silencios, sus pocas pero intensas palabras, y sobre todo aquella promesa.
Y se siente aún hija, hija de una Madre que cumple sus promesas.

María, Madre que promete
Tú, que prometiste convertirte en madre de la humanidad, has permanecido al lado de tus hijos, empezando por los más pequeños y los más pobres. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Ten fe: María también se muestra a nosotros si sabemos despojarnos de todo.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, humildad y fe

Podemos decir que María es como un faro de humildad y fe que ha acompañado a la humanidad a lo largo de los siglos. También acompaña nuestra vida, nuestra historia personal, la de cada uno de nosotros.
Ahora bien, no hay que pensar que la humildad de María es simplemente una apariencia exterior o una actitud discreta. No es algo superficial. Su humildad viene de una profunda conciencia de su pequeñez frente a la grandeza de Dios.
Su “sí”, ese Aquí estoy, la servidora del Señor que pronuncia ante el ángel, es un acto de humildad, no de presunción; es un abandono confiado de quien se reconoce instrumento en las manos de Dios.
María no busca reconocimientos; simplemente desea ser servidora, colocándose en el último lugar, con silencio, humildad y una sencillez que nos desarma.
Esta humildad —una humildad radical— es la llave que abrió el corazón de María a la gracia divina, permitiendo que el Verbo de Dios, con toda su grandeza e inmensidad, se encarnara en su vientre humano.
María nos enseña a presentarnos tal como somos, con nuestra humildad, sin orgullo. No hace falta apoyarnos en nuestra autoridad o autosuficiencia. Basta con colocarnos libremente ante Dios para poder acoger plenamente, con libertad y disponibilidad, su voluntad, como hizo María, y vivirla con amor.
Este es el segundo punto: la fe de María.
La humildad de la servidora la sitúa en un camino constante de adhesión incondicional al proyecto de Dios, incluso en los momentos más oscuros e incomprensibles. Esto significa afrontar con valentía la pobreza de su experiencia en la gruta de Belén, la huida a Egipto, la vida oculta en Nazaret, pero sobre todo, estar al pie de la cruz, donde la fe de María alcanza su punto más alto.
Allí, al pie de la cruz, con el corazón traspasado por el dolor, María no vacila, no cae: cree en la promesa.
Su fe no es un sentimiento pasajero, sino una roca firme sobre la que se funda la esperanza de la humanidad, nuestra esperanza.
Humildad y fe en María están unidas de forma indisoluble.
Dejemos que esta humildad de María ilumine nuestra humanidad, para que también en nosotros pueda germinar la fe. Que al reconocer nuestra pequeñez ante Dios, no nos dejemos abatir por ello ni caigamos en la autosuficiencia, sino que, como María, nos presentemos con una gran libertad interior, con una plena disponibilidad, reconociendo nuestra dependencia de Dios.
Vivamos con Él en la sencillez, pero también en la grandeza.
María nos exhorta a cultivar una fe serena, firme, capaz de superar las pruebas y confiar en la promesa de Dios.
Contemplemos la figura de María, humilde y creyente, para que también nosotros podamos decir generosamente nuestro “sí”, como hizo ella.

¿Y nosotros, somos capaces de captar sus promesas de amor con los ojos de un niño?

La oración de un hijo infiel
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz puro mi corazón.
Hazme humilde, pequeño, capaz de perderme en tu abrazo de madre.
Ayúdame a redescubrir cuán importante es el rol de ser hijo y guía mis pasos.
Tú prometes, yo prometo en un pacto que solo madre e hijo pueden hacer.
Caeré, madre, tú lo sabes.
No siempre cumpliré mis promesas.
No siempre confiaré.
No siempre podré verte.
Pero tú quédate allí, en silencio, con una sonrisa, los brazos extendidos y las manos abiertas.
Y yo tomaré el rosario y rezaré contigo por todos los hijos como yo.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 2
Ser Hijos – Sencillez y esperanza

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de Fátima
Los pequeños pastorcitos en Cova de Iria
En Cova de Iria, hacia las 13 horas, el cielo se abre y aparece el sol. De repente, alrededor de las 13:30, ocurre lo improbable: ante una multitud atónita se produce el milagro más espectacular, grandioso e increíble desde los tiempos bíblicos. El sol comienza una danza frenética y aterradora que dura más de diez minutos. Un tiempo larguísimo.

Tres pequeños pastorcitos, simples y felices, presencian y difunden el milagro que conmueve a millones de personas. Nadie puede explicarlo, ni científicos ni hombres de fe. Y, sin embargo, tres niños vieron a María, escucharon su mensaje. Y ellos creen, creen en las palabras de aquella mujer que se les apareció y les pidió regresar a Cova de Iría cada día 13 del mes.
No necesitan explicaciones porque en las palabras repetidas de María depositan toda su esperanza.
Una esperanza difícil de mantener viva, que habría asustado a cualquier niño: la Virgen revela a Lucía, Jacinta y Francisco sufrimientos y conflictos mundiales. Y, sin embargo, ellos no dudan: quien confía en la protección de María, madre que protege, puede afrontarlo todo.
Y lo saben bien, lo vivieron en carne propia arriesgando sus vidas para no traicionar la palabra dada a su Madre celestial.
Los tres pastorcitos estaban dispuestos al martirio, encarcelados y amenazados ante un caldero de aceite hirviendo.
Tenían miedo:
«¿Por qué tenemos que morir sin abrazar a nuestros padres? Yo quisiera ver a mamá.»
Y, sin embargo, decidieron seguir esperando, creyendo en un amor más grande que ellos:
«No tengas miedo. Ofrezcamos este sacrificio por la conversión de los pecadores. Sería peor si la Virgen ya no volviera.»
«¿Por qué no rezamos el Rosario?»
Una madre nunca es sorda al grito de sus hijos. Y en ella los hijos depositan su esperanza.
María, Madre que protege, permaneció junto a sus tres hijos de Fátima y los salvó, permitiéndoles seguir con vida.
Y hoy sigue protegiendo a todos sus hijos en el mundo que peregrinan al Santuario de Nuestra Señora de Fátima.

María, Madre que protege
Tú, que cuidas de la humanidad desde el momento de la Anunciación, permaneciste junto a tus hijos más sencillos y llenos de esperanza. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Pon tu esperanza en María: ella sabrá protegerte.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, esperanza y renovación

María Santísima es aurora de esperanza, fuente inagotable de renovación.
Contemplar la figura de María es como dirigir la mirada hacia un horizonte luminoso, una invitación constante a creer en un futuro lleno de gracia.
Y esa gracia transforma. María es la personificación de la esperanza cristiana en acción. Su fe inquebrantable ante las pruebas, su perseverancia al seguir a Jesús hasta la cruz, su espera confiada en la resurrección: para mí, esas son las cosas más importantes. Para todos nosotros, son un faro de esperanza para la humanidad entera.
En María vemos la certeza, podríamos decir, como la confirmación de la promesa de un Dios que nunca falla a su palabra. Que el dolor, el sufrimiento y la oscuridad no tienen la última palabra. Que la muerte es vencida por la vida.
María, entonces, es esperanza. Es la estrella de la mañana que anuncia la llegada del sol de justicia. Volvernos hacia ella es confiar nuestras esperas y aspiraciones a un corazón materno que las presenta con amor a su Hijo resucitado. De algún modo, nuestra esperanza se sostiene en la esperanza de María. Y si hay esperanza, entonces las cosas no permanecen igual. Hay renovación. Renovación de la vida.
Al acoger al Verbo encarnado, María hizo posible creer en la esperanza y en la promesa de Dios. Hizo posible una nueva creación, un nuevo comienzo.
La maternidad espiritual de María continúa generándonos en la fe, acompañándonos en nuestro camino de crecimiento y transformación interior.
Pidamos a María Santísima la gracia necesaria para que esta esperanza, que vemos cumplida en ella, pueda renovar nuestro corazón, sanar nuestras heridas, y llevarnos más allá del velo de la negatividad, para emprender un camino de santidad, un camino de cercanía a Dios.
Pidamos a María, la mujer que permanece en oración con los apóstoles, que nos ayude hoy a nosotros, creyentes y comunidades cristianas, para que seamos sostenidos en la fe y abiertos a los dones del Espíritu, y para que se renueve la faz de la tierra.
María nos exhorta a no resignarnos nunca al pecado ni a la mediocridad. Llenos de la esperanza cumplida en ella, deseamos con ardor una vida nueva en Cristo. Que María siga siendo para nosotros modelo y sostén para seguir creyendo siempre en la posibilidad de un nuevo comienzo, de un renacimiento interior que nos conforme cada vez más a la imagen de su Hijo Jesús.

¿Y nosotros, somos capaces de esperar en ella y dejarnos proteger con los ojos de un niño?

La oración de un hijo desanimado
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón sencillo y lleno de esperanza.
Yo confío en ti: protégeme en toda circunstancia.
Yo me entrego a ti: protégeme en toda circunstancia.
Yo escucho tu palabra: protégeme en toda circunstancia.
Dame la capacidad de creer en lo imposible y de hacer todo lo que esté a mi alcance
para llevar tu amor, tu mensaje de esperanza y tu protección al mundo entero.
Y te ruego, Madre mía, protege a toda la humanidad, incluso a aquella que aún no te reconoce.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 3
Ser Hijos – Obediencia y dedicación

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de Guadalupe
El joven Juan Diego
—«Juan Diego», dijo la Señora, «pequeño y predilecto entre mis hijos…». Juan se levantó de un salto.
—«¿Adónde vas, Juanito?», preguntó la Señora.
Juan Diego respondió con la mayor cortesía posible. Le dijo que se dirigía a la iglesia de Santiago para escuchar la misa en honor a la Madre de Dios.
—«Hijo mío amado», dijo la Señora, «yo soy la Madre de Dios, y quiero que me escuches con atención. Tengo un mensaje muy importante para ti. Deseo que me construyan una iglesia en este lugar, desde donde podré mostrar mi amor a tu pueblo.»

Un diálogo dulce, simple y tierno como el de una madre con su hijo. Y Juan Diego obedeció: fue al obispo a contarle lo que había visto, pero él no le creyó. Entonces el joven volvió con María y le explicó lo ocurrido.
La Virgen le dio otro mensaje y lo animó a intentarlo de nuevo, y así una y otra vez.
Juan Diego obedecía, no se daba por vencido: cumpliría con la tarea que la Madre celestial le había confiado.
Pero un día, abrumado por los problemas de la vida, estuvo a punto de faltar a su cita con la Virgen: su tío estaba muriendo.
—«¿De verdad crees que podría olvidar a quien tanto amo?»
María curó a su tío, mientras Juan Diego obedecía una vez más:
—«Hijo mío amado», dijo la Señora, «sube a la cima del cerro donde nos vimos por primera vez. Corta y recoge las rosas que encontrarás allí. Ponlas en tu tilma y tráemelas. Yo te diré qué hacer y qué decir.
A pesar de saber que en ese cerro no crecían rosas —y mucho menos en invierno—, Juan corrió hasta la cima. Y allí encontró el jardín más hermoso que había visto jamás.
Rosas de Castilla, aún brillantes por el rocío, se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Cortó con cuidado los capullos más bellos con su cuchillo de piedra, llenó su manto y volvió deprisa donde lo esperaba la Señora.
La Virgen tomó las rosas y las volvió a colocar en el manto de Juan. Luego se lo ató al cuello y le dijo:
«Este es el signo que el obispo necesita. Ve con él y no te detengas en el camino.»

En el manto había aparecido la imagen de la Virgen. Al ver tal milagro, el obispo creyó.
Y hoy, el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe conserva todavía aquella imagen milagrosa.

María, Madre que no olvida
Tú, que no olvidas a ninguno de tus hijos, que no dejas a nadie atrás, miraste a los jóvenes que pusieron en ti sus esperanzas. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Obedece incluso cuando no comprendes: una madre no olvida, una madre no deja solos.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, maternidad y compasión

La maternidad de María no se agota en su “sí”, que hizo posible la encarnación del Hijo de Dios.
Ciertamente, ese momento es el fundamento de todo, pero su maternidad es una actitud constante, una forma de ser para nosotros, una manera de relacionarse con toda la humanidad.
Jesús, desde la cruz, le confía a Juan con las palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, extendiendo simbólicamente su maternidad a todos los creyentes de todos los tiempos.
María se convierte así en madre de la Iglesia, madre espiritual de cada uno de nosotros.
Vemos entonces cómo esta maternidad se manifiesta en un cuidado tierno y solícito, en una atención constante a las necesidades de sus hijos, y en un profundo deseo por su bien.
María nos acoge, nos alimenta con su fidelidad, nos protege bajo su manto.
La maternidad de María es un don inmenso; al acercarnos a ella, sentimos una presencia amorosa que nos acompaña en cada momento.
Y así, la compasión de María es la consecuencia natural de su maternidad.
Una compasión que no es simplemente un sentimiento superficial de lástima, sino una participación profunda en el dolor del otro, un verdadero “sufrir con”.
La vemos manifestarse de manera conmovedora durante la pasión de su Hijo.
Y del mismo modo, María no permanece indiferente ante nuestro dolor: intercede por nosotros, nos consuela, nos brinda su ayuda materna.
El corazón de María se convierte entonces en un refugio seguro donde podemos depositar nuestras fatigas, encontrar consuelo y esperanza.
Maternidad y compasión en María son, por así decirlo, dos rostros de una misma experiencia humana puesta a nuestro favor, dos expresiones de su amor infinito por Dios y por la humanidad.
Su compasión es la manifestación concreta de su ser madre: compasión como fruto de su maternidad. Contemplar a María como madre nos abre el corazón a una esperanza que en ella encuentra su plenitud. Madre celestial que nos ama.
Pidamos a María que podamos verla como modelo de una humanidad auténtica, de una maternidad capaz de “sentir con”, de amar, de sufrir con los demás, siguiendo el ejemplo de su Hijo Jesús, que por amor a nosotros padeció y murió en la cruz.

¿Y nosotros, estamos tan seguros como los niños de que una madre no olvida?

La oración de un hijo perdido
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón obediente.
Cuando no te escuche, por favor, insiste.
Cuando no regrese, por favor, ven a buscarme.
Cuando no me perdone, por favor, enséñame la indulgencia.
Porque nosotros, los hombres, nos perdemos y siempre nos perderemos,
pero tú no te olvides de nosotros, hijos errantes.
Ven a buscarnos,
ven a tomarnos de la mano.
No queremos ni podemos quedarnos solos aquí.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 4
Ser Hijos – Asombro y reflexión

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de la Salette
Los pequeños Mélanie y Maximin de La Salette
El sábado 19 de septiembre de 1846, los dos niños subieron temprano por las laderas del monte Planeau, por encima del pueblo de La Salette, guiando cada uno cuatro vacas a pastar. A medio camino, cerca de un pequeño manantial, Mélanie fue la primera en ver sobre un montón de piedras una esfera de fuego «como si el sol hubiese caído allí», y se la señaló a Maximin.
De aquella esfera luminosa comenzó a aparecer una mujer, sentada con la cabeza entre las manos, los codos sobre las rodillas, profundamente triste.
Ante su asombro, la Señora se levantó y con voz dulce, aunque en francés, les dijo:
«Acérquense, hijos míos, no tengan miedo, estoy aquí para anunciarles una gran noticia.»
Reanimados, los niños se acercaron y vieron que aquella figura estaba llorando.

Una madre anuncia una importante noticia a sus hijos… y lo hace llorando.
Y sin embargo, los niños no se sorprenden por su llanto. Escuchan, en uno de los momentos más tiernos entre una madre y sus hijos.
Porque también las madres, a veces, están preocupadas. Porque también las madres confían a sus hijos sus sensaciones, sus pensamientos y reflexiones.
Y María confía a estos dos pastorcitos, pobres y poco amados, un mensaje grande:
«Estoy preocupada por la humanidad, estoy preocupada por ustedes, hijos míos, que se están alejando de Dios. Y la vida lejos de Dios es una vida complicada, difícil, llena de sufrimientos.»
Por eso llora. Llora como cualquier madre y transmite a sus hijos más pequeños y puros un mensaje tan asombroso como profundo.
Un mensaje para anunciar a todos, para llevar al mundo.
Y ellos lo harán, porque no pueden guardar para sí un momento tan hermoso: la expresión del amor de una madre por sus hijos debe ser anunciada a todos.
El Santuario de Nuestra Señora de La Salette, que se levanta en el lugar de las apariciones, se fundamenta en la revelación del dolor de María ante el extravío de sus hijos pecadores.

María, Madre que anuncia, que cuenta
Tú, que te entregas por completo a tus hijos al punto de no temer contarles de ti, tocaste el corazón de los más pequeños, capaces de reflexionar sobre tus palabras y acogerlas con asombro. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Déjate asombrar por las palabras de una madre: siempre serán las más auténticas.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, amor y misericordia

¿Sentimos esta dimensión de María, estas dos dimensiones?
María es la mujer de un corazón desbordante de amor, de atención y también de misericordia. La percibimos como un puerto, un refugio seguro cuando atravesamos momentos de dificultad o de prueba.
Contemplar a María es como sumergirse en un océano de ternura y compasión.
Nos sentimos rodeados por un ambiente, por toda una atmósfera inagotable de consuelo y esperanza. El amor de María es un amor materno que abraza a toda la humanidad, porque es un amor enraizado en su “sí” incondicional al proyecto de Dios.
Al acoger a su Hijo en el seno, María acogió el amor de Dios.
Por eso, su amor no tiene límites ni hace distinciones; se inclina ante las fragilidades, ante las miserias humanas, con una delicadeza infinita.
Lo vemos manifestarse en su cuidado por Isabel, en su intercesión en las bodas de Caná, en su presencia silenciosa y extraordinaria al pie de la cruz.
El amor de María, ese amor materno, es un reflejo del mismo amor de Dios: un amor que se hace cercano, que consuela, que perdona, que nunca se cansa, que nunca se termina. María nos enseña que amar es donarse por completo, hacerse prójimo de quien sufre, compartir las alegrías y los dolores de los hermanos con la misma generosidad y dedicación que animaron su corazón. Amor y misericordia.
La misericordia se vuelve así la consecuencia natural del amor de María: una compasión que podríamos llamar visceral frente al sufrimiento del mundo y de la humanidad.
Contemplamos a María, la encontramos con su mirada maternal que se posa sobre nuestras debilidades, nuestros pecados, nuestra vulnerabilidad, no con juicio ni reproche, sino con infinita dulzura. Es un corazón inmaculado, sensible al clamor del dolor.
María es una madre que no juzga, no condena, sino que acoge, consuela y perdona.
La misericordia de María la sentimos como un bálsamo para las heridas del alma, como una caricia que reconforta el corazón. María nos recuerda que Dios es rico en misericordia y que nunca se cansa de perdonar a quien se vuelve hacia Él con un corazón contrito, sereno, abierto y disponible.
Amor y misericordia en María Santísima se funden en un abrazo que envuelve a toda la humanidad. Pidamos a María que nos ayude a abrir de par en par nuestro corazón al amor de Dios, como lo hizo ella; que dejemos que ese amor inunde nuestro corazón, especialmente cuando más lo necesitamos, cuando más nos pesa la dificultad y la prueba.
En María encontramos una madre tiernísima y poderosa, siempre dispuesta a acogernos en su amor e interceder por nuestra salvación.

¿Y nosotros, somos capaces todavía de asombrarnos como un niño ante el amor de su madre?

La oración de un hijo lejano
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón capaz de compasión y conversión.
En el silencio, te encuentro.
En la oración, te escucho.
En la reflexión, te descubro.
Y ante tus palabras de amor, Madre, me asombro
y descubro la fuerza de tu vínculo con la humanidad.
Lejos de ti, ¿quién me sostiene la mano en los momentos difíciles?
Lejos de ti, ¿quién me consuela en mi llanto?
Lejos de ti, ¿quién me orienta cuando estoy tomando el camino equivocado?
Yo regreso a ti, en unidad.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 5
Ser Hijos – Confianza y oración

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Medalla de Catalina
La pequeña Catalina Labouré
La noche del 18 de julio de 1830, hacia las 11:30, oyó que la llamaban por su nombre. Era un niño que le dijo: «Levántate y ven conmigo.» Catalina lo siguió. Todas las luces estaban encendidas. La puerta de la capilla se abrió apenas el niño la tocó con la punta de los dedos. Catalina se arrodilló.
A medianoche llegó la Virgen, se sentó en el sillón que había junto al altar. «Entonces salté junto a ella, a sus pies, sobre los escalones del altar, y puse las manos sobre sus rodillas», relató Catalina. «Permanecí así no sé cuánto tiempo. Me pareció el momento más dulce de mi vida…»
«Dios quiere confiarte una misión», le dijo la Virgen a Catalina.

Catalina, huérfana desde los 9 años, no se resigna a vivir sin su madre. Y se acerca a la Madre del Cielo.
La Virgen, que ya la observaba desde lejos, jamás la habría abandonado.
Es más, tenía grandes planes para ella.
Ella, su hija atenta y amorosa, recibiría una gran misión: vivir una vida cristiana auténtica, con una relación personal con Dios fuerte y firme.
María cree en el potencial de su niña y a ella le encomienda la Medalla Milagrosa, capaz de interceder y obrar gracias y milagros.
Una misión importante, un mensaje difícil. Y sin embargo, Catalina no se desalienta, confía en su Madre del Cielo y sabe que ella jamás la abandonará.

María, Madre que confía
Tú, que confías y encomiendas misiones y mensajes a cada uno de tus hijos, los acompañas en su camino con presencia discreta, permaneciendo junto a todos, pero especialmente a quienes han sufrido grandes dolores. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Confía: una madre solo te encomendará tareas que puedes llevar a cabo, y estará a tu lado en todo el camino.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, confianza y oración

María Santísima se nos presenta como la mujer de una confianza inquebrantable, una poderosa intercesora a través de la oración.
Contemplar estos dos aspectos —la confianza y la oración— nos permite ver dos dimensiones fundamentales de la relación de María con Dios.
La confianza de María en Dios podemos decir que es un hilo de oro que recorre toda su existencia, desde el principio hasta el final.
Ese “sí” pronunciado con plena conciencia de sus consecuencias es un acto de entrega total a la voluntad divina.
María se confía, vive esa confianza en Dios con un corazón firme en la providencia divina, sabiendo que Dios nunca la abandonaría.
Para nosotros, en la vida cotidiana, mirar a María y a esta entrega —que no es pasiva, sino activa y confiada— es una invitación:
no a olvidar nuestras angustias o miedos, sino a mirarlos desde la luz del amor de Dios, un amor que nunca faltó en la vida de María, y que tampoco falta en la nuestra.
Esta confianza conduce a la oración, que podríamos decir es casi el aliento del alma de María, el canal privilegiado de su íntima comunión con Dios.
La confianza lleva a la comunión. Su vida entregada fue un continuo diálogo de amor con el Padre, una ofrenda constante de sí misma, de sus preocupaciones, pero también de sus decisiones.
La visitación a Isabel es un ejemplo de oración que se convierte en servicio.
Vemos a María acompañando a Jesús hasta la cruz, y luego de la Ascensión la encontramos en el cenáculo, unida a los apóstoles en ferviente espera.
María nos enseña el valor de la oración constante como fruto de una confianza total, como camino para encontrarse con Dios y vivir con Él.
Confianza y oración están profundamente unidas en María Santísima.
Una confianza profunda en Dios hace brotar una oración perseverante.
Pidamos a María que, con su ejemplo, nos anime a hacer de la oración un hábito diario, porque queremos vivir continuamente confiados en las manos misericordiosas de Dios.
Volvámonos a ella con amor filial y confianza, para que, imitando su fe y su perseverancia en la oración, podamos experimentar la paz que sólo se recibe cuando uno se abandona en Dios, y obtener así las gracias necesarias para nuestro camino de fe.

¿Y nosotros, somos capaces de confiar incondicionalmente como los niños?

La oración de un hijo sin confianza
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de orar.
No sé escucharte, abre mis oídos.
No sé seguirte, guía mis pasos.
No sé ser fiel a lo que quieras confiarme, fortalece mi alma.
Las tentaciones son muchas, haz que no caiga.
Las dificultades parecen insuperables, haz que no tropiece.
Las contradicciones del mundo gritan fuerte, haz que no las siga.
Yo, tu hijo frágil y fallido, estoy aquí para que tú te sirvas de mí,
y me conviertas en un hijo obediente.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 6
Ser Hijos – Sufrimiento y sanación

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de los Dolores de Kibeho
La pequeña Alphonsine Mumureke y sus compañeros
La historia comenzó a las 12:35 de un sábado, el 28 de noviembre de 1981, en un colegio dirigido por religiosas locales, al que asistían poco más de un centenar de chicas de la región.
Un colegio rural y pobre, donde se formaban futuras maestras o secretarias. No tenía capilla y, por tanto, no reinaba un ambiente especialmente religioso.
Ese día, todas las chicas estaban en el comedor. La primera en “ver” fue Alphonsine Mumureke, de 16 años.
Según lo que ella misma escribió en su diario, estaba sirviendo la mesa a sus compañeras cuando oyó una voz femenina que la llamaba: «Hija mía, ven aquí».
Se dirigió hacia el pasillo, junto al comedor, y allí se le apareció una mujer de incomparable belleza.
Vestía de blanco, con un velo blanco que le cubría la cabeza y se unía al resto del vestido, sin costuras.
Iba descalza y tenía las manos juntas sobre el pecho, con los dedos apuntando al cielo.

Posteriormente, la Virgen se apareció también a otras compañeras de Alphonsine, quienes al principio eran escépticas, pero luego, ante la presencia de María, se convencieron.
La Virgen, hablando con Alphonsine, se presenta como la Señora de los Dolores de Kibeho y revela a los jóvenes los terribles y sangrientos acontecimientos que pronto sobrevendrían con la guerra en Ruanda.
El dolor sería inmenso, pero también habría consuelo y sanación, porque ella, la Señora de los Dolores, nunca abandonaría a sus hijos de África.
Los jóvenes permanecen allí, atónitos ante las visiones, pero creen en esta Madre que les tiende los brazos y los llama «hijos míos».
Saben que solo en ella hallarán consuelo.
Y para poder rezar para que la Madre que consuela aliviara el sufrimiento de sus hijos, se erige el Santuario dedicado a Nuestra Señora de los Dolores de Kibeho, hoy lugar marcado por masacres y genocidios.
Y la Virgen sigue allí, abrazando a todos sus hijos.

María, Madre que consuela
Tú, que consolaste a tus hijos como a Juan al pie de la cruz, has mirado con ternura a quienes viven en el sufrimiento. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
No tengas miedo de atravesar el sufrimiento: la madre que consuela enjugará tus lágrimas.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, sufrimiento e invitación a la conversión

María es una figura emblemática del sufrimiento, transfigurada y a la vez un poderoso llamado a la conversión.
Cuando contemplamos su camino doloroso, es una advertencia silenciosa y a la vez elocuente, un llamado profundo a revisar nuestras vidas, nuestras decisiones, a volver al corazón del Evangelio.
El sufrimiento que atraviesa la vida de María —como una espada afilada, profetizada por el anciano Simeón, marcado por la desaparición del Niño Jesús y el dolor indescriptible al pie de la cruz.
María lo vive por completo: el peso de la fragilidad humana y el misterio del dolor inocente, de un modo único.
Pero el sufrimiento de María no fue estéril ni una resignación pasiva.
De algún modo, percibimos en ella una actitud activa: una ofrenda silenciosa y valiente, unida al sacrificio redentor de su Hijo Jesús.
Cuando miramos a María, la mujer que sufre, con los ojos de la fe, ese sufrimiento —en lugar de hundirnos— nos revela la profundidad del amor de Dios por nosotros, visible en su vida.
María nos enseña que, incluso en el dolor más agudo, puede haber un sentido, una posibilidad de crecimiento espiritual que nace de la unión con el misterio pascual.
Desde esta experiencia de dolor transfigurado surge un poderoso llamado a la conversión.
Al contemplar a María, que soportó tanto por amor a nosotros y por nuestra salvación, también nosotros somos interpelados: no podemos permanecer indiferentes ante el misterio de la redención.
María, la mujer dulce y maternal, nos exhorta a dejar los caminos del mal para abrazar el camino de la fe.
Su célebre frase en las bodas de Caná —«Hagan todo lo que Él les diga»— resuena hoy como una invitación urgente a escuchar la voz de Jesús, especialmente en los momentos de dificultad, de prueba, en situaciones inesperadas e inciertas.
El sufrimiento de María, claramente, no es un fin en sí mismo, sino que está íntimamente ligado a la redención obrada por Cristo.
Su ejemplo de fe inquebrantable en medio del dolor sea para nosotros luz y guía para transformar nuestras propias heridas en oportunidades de crecimiento espiritual, y para responder con generosidad al llamado urgente a la conversión.
Que esa voz de Dios —que aún resuena en lo profundo del corazón humano— encuentre, por la intercesión de María, sentido, salida y crecimiento incluso en los momentos más difíciles y dolorosos.

¿Y nosotros, nos dejamos consolar como los niños?

La oración de un hijo que sufre
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de sanar.
Cuando estoy en el suelo, tiéndeme la mano, madre.
Cuando me siento destruido, vuelve a unir mis pedazos, madre.
Cuando el dolor me supera, ábreme a la esperanza, madre.
Para que no busque solo la sanación del cuerpo, sino que comprenda cuánto mi corazón
necesita paz.
Y desde el polvo levántame, madre.
Levántame a mí y a todos tus hijos que están en la prueba:
los que están bajo las bombas,
los perseguidos,
los encarcelados injustamente,
los heridos en sus derechos y en su dignidad,
los que ven su vida truncada demasiado pronto.
Levántalos y consuélalos,
porque son tus hijos.
Porque somos tus hijos.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 7
Ser Hijos – Justicia y dignidad

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Nuestra Señora de Aparecida
Los pequeños pescadores Domingos, Felipe y João
Al amanecer del 12 de octubre de 1717, Domingos García, Felipe Pedroso y João Alves empujaron su barca al río Paraíba, cerca de su aldea. Aquella mañana no parecía traerles suerte: durante horas lanzaron las redes sin pescar nada.
Ya estaban por rendirse, cuando João Alves, el más joven, quiso hacer un último intento.
Lanzó de nuevo la red al agua y la recogió lentamente. Había algo, pero no era un pez… parecía más bien un trozo de madera.
Cuando lo liberó de las redes, el pedazo de madera resultó ser una estatua de la Virgen María, aunque sin cabeza.
João volvió a lanzar la red al agua, y esta vez extrajo un trozo redondeado que parecía justamente la cabeza de esa misma estatua.
Intentó unir los dos fragmentos y vio que encajaban perfectamente.
Movido por un impulso, João Alves lanzó nuevamente la red al río y, al intentar recogerla, no pudo: estaba llena de peces.
Sus compañeros también lanzaron sus redes, y la pesca de ese día fue increíblemente abundante.

Una madre ve las necesidades de sus hijos
María vio las necesidades de aquellos tres pescadores y fue en su ayuda
Y los hijos le dieron todo el amor y la dignidad que puede darse a una madre: unieron los dos fragmentos de la estatua, la colocaron en una choza y allí levantaron un santuario.
Desde lo alto de esa humilde capilla, la Virgen Aparecida —que significa Aparecida— salvó a un hijo suyo esclavizado que huía de sus amos: vio su sufrimiento y le devolvió la dignidad.
Hoy, esa capilla se ha transformado en el santuario mariano más grande del mundo: la Basílica de Nuestra Señora de Aparecida.

María, Madre que ve
Tú, que has visto el sufrimiento de tus hijos maltratados, comenzando por los discípulos, te pones al lado de tus hijos más pobres y perseguidos. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
No te escondas de la mirada de una madre: ella ve incluso tus deseos y necesidades más ocultas.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, dignidad y justicia social

María Santísima es un espejo de dignidad humana plenamente realizada; silenciosa, pero poderosa e inspiradora para un justo sentido de la vida social.
Reflexionar sobre la figura de María en relación con estos temas nos revela una perspectiva profunda y sorprendentemente actual.
Miremos a María, la mujer llena de dignidad, como un don que hoy nos ayuda a contemplar esa pureza originaria suya.
Una pureza que no la coloca en un pedestal inalcanzable, sino que nos la muestra en la plenitud de esa dignidad a la que todos, en cierto modo, nos sentimos atraídos, llamados.
Contemplando a María, vemos brillar la belleza y nobleza —es decir, la dignidad— del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, libre del yugo del pecado, plenamente abierto al amor divino: una humanidad que no se pierde en detalles o superficialidades.
Podemos decir que el “sí” libre y consciente de María es un gesto de autodeterminación que la eleva a estar en plena sintonía con la voluntad de Dios; entra, de algún modo, en la lógica divina.
Su humildad, lejos de restarle valor, la hace aún más libre. La humildad de María es la conciencia de la verdadera grandeza que proviene de Dios.
Esta dignidad que contemplamos en María nos invita a preguntarnos cómo la estamos viviendo en nuestra vida cotidiana.
El tema de la justicia social, aunque menos explícito, se hace evidente cuando leemos el Evangelio con atención contemplativa, especialmente el Magníficat: allí captamos y sentimos ese espíritu revolucionario que proclama el derribo de los poderosos de sus tronos y la exaltación de los humildes.
Es el vuelco de las lógicas mundanas, la atención privilegiada de Dios hacia los pobres, hacia los hambrientos.
Palabras que brotan de un corazón humilde, lleno del Espíritu Santo.
Podemos decir que son un manifiesto de justicia social “ante litteram”, una anticipación del Reino de Dios, donde los últimos serán los primeros.
Contemplemos a María para que nos sintamos atraídos por esta dignidad que no se encierra en sí misma, sino que, como expresa el Magníficat, nos desafía a no quedarnos atrapados en nuestras propias lógicas.
Que nos impulse a abrirnos, a alabar a Dios y a vivir el don recibido para el bien de la humanidad, por la dignidad de los pobres, de aquellos que son descartados por la sociedad.

¿Y nosotros, nos escondemos o le contamos todo como hacen los niños?

La oración de un hijo que tiene miedo
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de devolver dignidad.
En la hora de la prueba, mira mis carencias y complétalas.
En la hora del cansancio, mira mis debilidades y sáname.
En la hora de la espera, mira mis impaciencias y cúralas.
Así, al mirar a mis hermanos, pueda ver también sus carencias y completarlas,
ver sus debilidades y sanarlas, sentir sus impaciencias y curarlas.
Porque nada sana tanto como el amor, y nadie es tan fuerte como una madre que busca justicia para sus hijos.
Y entonces yo también, Madre, me detengo a los pies de la choza, miro con ojos confiados tu imagen y rezo por la dignidad de todos tus hijos.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 8
Ser Hijos – Dulzura y cotidianidad

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

Virgen de Banneaux
La pequeña Marietta de Banneaux
El 18 de enero, Marietta está en el jardín, rezando el rosario. María se le aparece y la conduce a un pequeño manantial al borde del bosque, donde le dice: «Este manantial es para mí», e invita a la niña a sumergir en él su mano y el rosario.
Su padre y otras dos personas han seguido, con indescriptible asombro, todos los gestos y palabras de Marietta.
Esa misma tarde, el primero en ser tocado por la gracia de Banneaux es justamente su padre, quien corre a confesarse y a recibir la Eucaristía: desde su Primera Comunión no se había vuelto a confesar.
El 19 de enero, Marietta pregunta: «Señora, ¿quién es usted?»
«Soy la Virgen de los pobres.»
Y en el manantial añade: «Este manantial es para mí, para todas las naciones, para los enfermos. ¡He venido a consolarlos!»

Marietta es una niña normal, que vive sus días como todos nosotros, como nuestros hijos o nietos.
Un pueblo pequeño y desconocido es su hogar. Reza para permanecer cerca de Dios.
Reza a su madre del cielo para mantener vivo ese vínculo con ella.
Y María le habla con dulzura, en un lugar familiar. Se le aparecerá varias veces, le confiará secretos y le pedirá que rece por la conversión del mundo: para Marietta, esto es un gran mensaje de esperanza.
Todos los hijos son abrazados y consolados por la Madre, toda la dulzura que Marietta encuentra en la “Señora amable” la transmite al mundo.
Y de ese encuentro nace una gran cadena de amor y espiritualidad, que culmina en el santuario dedicado a la Virgen de Banneaux.

María, Madre que permanece cerca
Tú, que te has quedado junto a tus hijos sin perder a ninguno, has iluminado el camino cotidiano de los más sencillos. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Déjate abrazar por María: no temas, ella te consolará.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, educación y amor

María Santísima es una maestra incomparable de educación, porque es fuente inagotable de amor, y quien ama, educa; educa de verdad quien ama.
Reflexionar sobre la figura de María en relación con estos dos pilares del crecimiento humano y espiritual es contemplar un ejemplo que debemos tomar en serio y asumir en nuestras decisiones cotidianas.
La educación que emana de María no está hecha de normas ni de enseñanzas formales, sino que se manifiesta a través de su ejemplo de vida:
un silencio contemplativo que habla, su obediencia a la voluntad de Dios, humilde y grande al mismo tiempo, su profunda humanidad.
El primer aspecto educativo que María nos transmite es el del escucha:
la escucha de la Palabra de Dios, la escucha de ese Dios que está siempre allí para ayudarnos, para acompañarnos.
María guarda en su corazón, medita con cuidado, favorece una escucha atenta a la Palabra de Dios y, con la misma actitud, a las necesidades de los demás.
María nos educa en una humildad que no se queda en la pasividad ni en el distanciamiento, sino en esa humildad que, al reconocer nuestra pequeñez frente a la grandeza de Dios, nos impulsa a ponernos en acción al servicio de su voluntad.
Un corazón abierto para acompañar y vivir verdaderamente el proyecto que Dios tiene para nosotros. María es un ejemplo que nos ayuda a dejarnos educar por la fe; nos educa en la perseverancia, permaneciendo firmes en el amor a Jesús, incluso al pie de la cruz.
Educación y amor. El amor de María es el corazón palpitante de su existencia.
Cada vez que nos acercamos a ella, sentimos ese amor materno que se extiende sobre todos nosotros.
Es un amor a Jesús que se transforma en amor por toda la humanidad.
El corazón de María se abre con la ternura infinita que ha recibido de Dios y que comunica a Jesús y a sus hijos espirituales.
Pidamos al Señor que, contemplando el amor de María —un amor que educa—, nos dejemos mover a superar nuestros egoísmos, nuestras cerrazones, y nos abramos a los demás.
En María vemos a una mujer que educa con amor y que ama con un amor que educa.
Pidamos al Señor que nos conceda el don de un amor verdadero, que es el don de su amor,
un amor que nos purifica, que nos sostiene, que nos hace crecer, para que nuestro ejemplo pueda ser verdaderamente un ejemplo que comunique amor.
Y al comunicar amor, podamos dejarnos educar por ella, y permitamos que ella nos ayude para que nuestro ejemplo también eduque a los demás.

¿Y nosotros, somos capaces de abandonarnos como hacen los niños?

La oración de un hijo de nuestros días
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz mi corazón manso y dócil.
¿Quién volverá a unir mis pedazos, después de haberme roto bajo el peso de mis cruces?
¿Quién devolverá la luz a mis ojos, después de haber visto los escombros de la crueldad humana?
¿Quién aliviará los sufrimientos de mi alma, tras los errores cometidos en el camino?
Madre mía, solo tú puedes consolarme.
Abrázame y no me sueltes, para que no me haga pedazos.
Mi alma descansa en ti y halla paz, como un niño en los brazos de su madre.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.

Día 9
Ser Hijos – Construcción y sueño

Los hijos confían, los hijos se entregan. Y una madre está cerca, siempre. La ves incluso si no está.
¿Y nosotros, somos capaces de verla?
Dichoso quien ve con el corazón.

María Auxiliadora
El pequeño Juanito Bosco
A los 9 años tuve un sueño que quedó profundamente grabado en mi mente durante toda la vida.
En el sueño me parecía estar cerca de casa, en un patio muy amplio, donde se encontraba reunida una multitud de muchachos que jugaban. Algunos reían, otros jugaban, no pocos blasfemaban. Al oír aquellas blasfemias, me lancé en medio de ellos usando los puños y las palabras para hacerlos callar.
En ese momento apareció un hombre venerable, de aspecto noble y vestido con dignidad.
—No con golpes, sino con mansedumbre y caridad ganarás a estos tus amigos.
—¿Quién es usted, que me manda algo imposible?, pregunté.
—Precisamente porque te parece imposible, debes hacerlo posible con obediencia y con el conocimiento.
—¿Dónde y cómo podré adquirir ese conocimiento?
—Yo te daré la Maestra bajo cuya guía podrás hacerte sabio, y sin la cual toda sabiduría se vuelve necedad.
En ese momento vi junto a él a una mujer de majestuoso aspecto, vestida con un manto que resplandecía por todos lados, como si cada punto fuera una estrella brillante.
—Este es tu campo, aquí deberás trabajar. Hazte humilde, fuerte y vigoroso: y lo que ahora ves que sucede con estos animales, deberás hacerlo por mis hijos.
Volví la mirada y vi que en lugar de animales salvajes, aparecieron corderos mansos, que saltaban y corrían alrededor, balando como si hicieran fiesta a aquel hombre y a aquella señora. Entonces, aún en sueños, rompí a llorar y rogué que me hablaran de modo que pudiera entender, porque no sabía lo que todo eso significaba.
Entonces ella me puso la mano en la cabeza y me dijo:
—A su debido tiempo lo comprenderás todo.

María guio y acompañó a Juanito Bosco durante toda su vida y su misión.
Él, siendo un niño, descubre en un sueño su vocación. No comprenderá, pero se dejará guiar.
Pasarán muchos años sin entender, pero al final reconocerá que «ella lo ha hecho todo».
Y la madre —tanto la terrenal como la celestial— será la figura central en la vida de este hijo que se hará pan para sus hijos.
Y tras haber encontrado a María en sus sueños, ya siendo sacerdote, Juan Bosco construirá un santuario para que todos sus hijos puedan confiarse a ella.
Lo dedicará a María Auxiliadora, porque ella fue su puerto seguro, su ayuda constante.
Así, todos los que entran en la Basílica de María Auxiliadora en Turín, son acogidos bajo el manto protector de María, que se convierte en su guía.

María, Madre que acompaña, que guía
Tú, que acompañaste a tu hijo Jesús en todo su camino, te ofreciste como guía para quienes supieron escucharte con el entusiasmo que solo los niños saben tener. A ellos te acercaste, a ellos te manifestaste.
Déjate acompañar: la Madre siempre estará a tu lado para indicarte el camino.

Intervención del Rector Mayor
María Santísima, ayuda en la conversión

María Santísima es una ayuda poderosa y silenciosa en nuestro camino de crecimiento.
Es un camino que necesita liberarse constantemente de aquello que lo bloquea, que impide avanzar.
Es un camino que debe renovarse sin cesar, sin volver atrás ni detenerse en rincones oscuros de nuestra existencia. Eso es la conversión.
La presencia de María es un faro de esperanza, una invitación constante a seguir caminando hacia Dios, ayudando a nuestro corazón a mantenerse enfocado en Él, en su amor.
Reflexionar sobre María, sobre su papel, significa descubrir a una mujer que no impone, que no juzga, sino que sostiene, alienta, acompaña con humildad y con amor materno.
Ayuda a nuestro corazón a permanecer cerca del suyo, para acercarnos cada vez más a su Hijo Jesús, que es el camino, la verdad y la vida.
También para nosotros sigue teniendo valor aquel “sí” de María en la Anunciación, que abrió a la humanidad el acceso a la historia de la salvación.
Su intercesión en las bodas de Caná sigue sosteniendo a quienes se encuentran en situaciones inesperadas, inciertas.
María es un modelo de conversión continua. Su vida, una vida inmaculada fue, sin embargo, un progresivo adherirse a la voluntad de Dios, un camino de fe atravesado por alegrías y dolores, que culminó en el sacrificio del Calvario.
La perseverancia de María en seguir a Jesús se convierte para nosotros en una invitación a vivir también nosotros esa cercanía constante, esa transformación interior que, lo sabemos bien, es un proceso gradual, pero que requiere constancia, humildad y confianza en la gracia de Dios.
María nos ayuda en el camino de conversión mediante una escucha atenta y centrada en la Palabra de Dios.
Una escucha que nos da fuerza para abandonar los caminos del pecado, porque descubrimos la belleza y la fuerza de caminar hacia Dios.
Volvámonos a María con confianza filial, porque eso significa que, al reconocer nuestras fragilidades, nuestros pecados y defectos, queremos favorecer el deseo de cambiar. El deseo de un corazón que se deja acompañar por el corazón materno de María.
En María encontramos esa ayuda preciosa para discernir las falsas promesas del mundo y redescubrir la belleza y la verdad del Evangelio.
Que María, Auxilio de los Cristianos, sea para todos nosotros una ayuda constante para descubrir la belleza del Evangelio, y para aceptar caminar hacia la bondad y la grandeza de la Palabra de Dios, viva en el corazón, para poder comunicarla a los demás.

¿Y nosotros, somos capaces de dejarnos tomar de la mano como lo hacen los niños?

La oración de un hijo inmóvil
María, tú que te muestras a quien sabe ver…
haz que mi corazón sea capaz de soñar y de construir.
Yo, que no dejo que nadie me ayude.
Yo, que me desanimo, pierdo la paciencia y nunca creo haber construido nada.
Yo, que siempre me siento un fracaso.
Hoy quiero ser hijo, ese hijo capaz de darte la mano, Madre mía,
para dejarme acompañar por ti por los caminos de la vida.
Muéstrame mi campo,
muéstrame mi sueño,
y haz que al final también yo pueda comprender todo
y reconocer tu paso en mi vida.

Dios te salve, María…
Dichoso quien ve con el corazón.




¿Sigue siendo necesario confesarse?

El Sacramento de la Confesión, a menudo descuidado en la vorágine contemporánea, sigue siendo para la Iglesia católica una fuente insustituible de gracia y renovación interior. Invitamos a redescubrir su significado original: no un rito formal, sino un encuentro personal con la misericordia de Dios, instituido por Cristo mismo y confiado al ministerio de la Iglesia. En una época que relativiza el pecado, la Confesión se revela como brújula para la conciencia, medicina para el alma y puerta abierta de par en par a la paz del corazón.

El Sacramento de la Confesión: una necesidad para el alma
En la tradición católica, el Sacramento de la Confesión –llamado también Sacramento de la Reconciliación o de la Penitencia– ocupa un lugar central en el camino de fe. No se trata de un simple acto formal o de una práctica reservada a unos pocos fieles especialmente devotos, sino de una necesidad profunda que atañe a todo cristiano, llamado a vivir en la gracia de Dios. En un tiempo que tiende a relativizar la noción de pecado, redescubrir la belleza y la fuerza liberadora de la Confesión es fundamental para responder plenamente al amor de Dios.

Jesucristo mismo instituyó el Sacramento de la Confesión. Después de su Resurrección, se apareció a los Apóstoles y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23). Estas palabras no son un simbolismo: establecen un poder real y concreto confiado a los Apóstoles y, por sucesión, a sus sucesores, los obispos y presbíteros.

El perdón de los pecados, por tanto, no ocurre solo entre el hombre y Dios de modo privado, sino que pasa también a través del ministerio de la Iglesia. Dios, en su designio de salvación, ha querido que la confesión personal ante un sacerdote sea el medio ordinario para recibir Su perdón.

La realidad del pecado
Para comprender la necesidad de la Confesión, es preciso primero tomar conciencia de la realidad del pecado.
San Pablo afirma: “pues todos pecaron y están privados de la gloria de Dios” (Rom 3, 23). Y: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1, 8).
Nadie puede considerarse inmune al pecado, ni siquiera después del Bautismo, que nos purificó de la culpa original. Nuestra naturaleza humana, herida por la concupiscencia, nos lleva continuamente a caer, a traicionar el amor de Dios con actos, palabras, omisiones y pensamientos.
Escribe san Agustín: “Es verdad: la naturaleza del hombre fue creada en origen sin culpa y sin vicio alguno; en cambio, la naturaleza actual del hombre, por la cual cada uno nace de Adán, necesita ya del Médico, porque no está sana. Ciertamente, todos los bienes que tiene en su estructura, en la vida, en los sentidos y en la mente, los recibe del sumo Dios, su creador y artífice. El vicio, en cambio, que oscurece y debilita estos bienes naturales, de modo que hace a la naturaleza humana necesitada de iluminación y de cuidado, no lo ha contraído de su irreprensible artífice, sino del pecado original que fue cometido con el libre albedrío.” (La naturaleza y la gracia).

Negar la existencia del pecado equivale a negar la verdad sobre nosotros mismos. Solo reconociendo nuestra necesidad de perdón podemos abrirnos a la misericordia de Dios, que nunca se cansa de llamarnos a Sí.

La Confesión: encuentro con la Misericordia Divina
El Sacramento de la Confesión es, ante todo, un encuentro personal con la Misericordia divina. No es simplemente una autoacusación o una sesión de autoanálisis; es un acto de amor por parte de Dios que, como el padre en la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32), corre al encuentro del hijo arrepentido, lo abraza y lo reviste de nueva dignidad.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Los que se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron con su pecado y que colabora a su conversión con la caridad, el ejemplo y la oración.” (CIC, 1422).

Confesarse es dejarse amar, sanar y renovar. Es acoger el don de un corazón nuevo.

¿Por qué confesarse con un sacerdote?
Una de las objeciones más comunes es: “¿Por qué debo confesarme con un sacerdote? ¿No puedo confesarme directamente con Dios?” Ciertamente, todo fiel puede –y debe– dirigirse directamente a Dios con la oración de arrepentimiento. Sin embargo, Jesús estableció un medio concreto, visible y sacramental para el perdón: la confesión a un ministro ordenado. Y esto es válido para todo cristiano, es decir, también para los sacerdotes, obispos, papas.

El sacerdote actúa *in persona Christi*, es decir, en la persona de Cristo mismo. Él escucha, juzga, absuelve y ofrece consejo espiritual. No se trata de una mediación humana que limita el amor de Dios, sino de una garantía ofrecida por Cristo mismo: el perdón se comunica visiblemente, y el fiel puede tener certeza de ello.

Además, confesarse ante un sacerdote exige humildad, una virtud indispensable para el crecimiento espiritual. Reconocer abiertamente las propias culpas nos libera del yugo del orgullo y nos abre a la verdadera libertad de los hijos de Dios.

No es suficiente confesarse solo una vez al año, como exige el mínimo de la ley eclesiástica. Los santos y maestros espirituales siempre han recomendado la confesión frecuente –incluso quincenal o semanal– como medio de progreso en la vida cristiana.

San Juan Pablo II se confesaba cada semana. Santa Teresa de Lisieux, aun siendo monja carmelita y viviendo en clausura, se confesaba regularmente. La confesión frecuente permite afinar la conciencia, corregir defectos arraigados y recibir nuevas gracias.

Obstáculos para la confesión
Lamentablemente, muchos fieles hoy descuidan el Sacramento de la Reconciliación. Entre los motivos principales encontramos:

Vergüenza: temer el juicio del sacerdote. Pero el sacerdote no está allí para condenar, sino para ser instrumento de misericordia.

Miedo a que los pecados confesados se hagan públicos: los sacerdotes confesores no pueden revelar a nadie, bajo ninguna condición (incluidas las máximas autoridades eclesiásticas), los pecados escuchados en confesión, ni siquiera, aunque les cueste la propia vida. Si lo hacen, incurren inmediatamente en excomunión *latae sententiae* (canon 1386, Código de Derecho Canónico). La inviolabilidad del sigilo sacramental no admite excepciones ni dispensas. Y las condiciones son las mismas, aunque la Confesión no haya terminado con la absolución sacramental. Incluso después de la muerte del penitente, el confesor está obligado a observar el sigilo sacramental.

Falta de sentido del pecado: en una cultura que minimiza el mal, se corre el riesgo de no reconocer ya la gravedad de las propias culpas.

Pereza espiritual: posponer la Confesión es una tentación común que lleva a enfriar la relación con Dios.

Convicciones teológicas erróneas: algunos creen erróneamente que basta con “arrepentirse en el corazón” sin necesidad de la Confesión sacramental.
La desesperación por la salvación: Algunos piensan que para ellos ya no habrá perdón de todos modos. Dice san Agustín: “Algunos, en efecto, después de haber caído en pecado, se pierden aún más por desesperación y no solo descuidan la medicina de arrepentirse, sino que se hacen esclavos de lascivias y deseos malvados para satisfacer apetitos deshonestos y reprobables, como si al no hacerlo perdieran incluso aquello a lo que les incita la lascivia, convencidos de estar ya al borde de la segura condenación. Contra esta enfermedad extremadamente peligrosa y dañina es útil el recuerdo de los pecados en los que cayeron también los justos y los santos.” (ibid.)

Para superar estos obstáculos es necesario pedir consejo a quien puede darlo, instruirse, rezar.

Prepararse bien para la confesión
Una buena confesión requiere una adecuada preparación, que comprende:

1. Examen de conciencia: reflexionar sinceramente sobre los propios pecados, ayudándose también con guías basadas en los Diez Mandamientos, los vicios capitales o las Bienaventuranzas.

2. Contrición: dolor sincero por haber ofendido a Dios, no solo miedo al castigo.

3. Propósito de enmienda: deseo real de cambiar de vida, de evitar el pecado futuro.

4. Confesión íntegra de los pecados: confesar todos los pecados mortales de modo completo, especificando su naturaleza y número (si es posible).

5. Penitencia: aceptar y cumplir la obra reparadora propuesta por el confesor.

Los efectos de la Confesión
Confesarse no produce solo una cancelación externa del pecado. Los efectos interiores son profundos y transformadores:

Reconciliación con Dios: El pecado rompe la comunión con Dios; la Confesión la restablece, devolviéndonos a la plena amistad divina.

Paz y serenidad interior: Recibir la absolución trae una paz profunda. La conciencia se libera del peso de la culpa y se experimenta una alegría nueva.
Fuerza espiritual: A través de la gracia sacramental, el penitente recibe una fuerza especial para combatir las tentaciones futuras y para crecer en las virtudes.

Reconciliación con la Iglesia: Puesto que todo pecado daña también al Cuerpo Místico de Cristo, la Confesión recompone también nuestro vínculo con la comunidad eclesial.

La vitalidad espiritual de la Iglesia depende también de la renovación personal de sus miembros. Los cristianos que redescubren el Sacramento de la Confesión se vuelven, casi sin darse cuenta, más abiertos al prójimo, más misioneros, más capaces de irradiar la luz del Evangelio en el mundo.
Solo quien ha experimentado el perdón de Dios puede anunciarlo con convicción a los demás.

El Sacramento de la Confesión es un don inmenso e insustituible. Es la vía ordinaria a través de la cual el cristiano puede volver a Dios cada vez que se aleja. No es una carga, sino un privilegio; no una humillación, sino una liberación.

Estamos llamados, pues, a redescubrir este Sacramento en su verdad y en su belleza, a practicarlo con corazón abierto y confiado, y a proponerlo con alegría también a aquellos que se han alejado. Como afirma el salmista: “¡Dichoso el hombre a quien se le perdona la culpa, y se le borra el pecado!” (Sal 32, 1).

Hoy, más que nunca, el mundo necesita almas purificadas y reconciliadas, capaces de testimoniar que la misericordia de Dios es más fuerte que el pecado. Si no lo hemos hecho en Pascua, aprovechemos el mes mariano de mayo y acerquémonos sin miedo a la Confesión: allí nos espera la sonrisa de un Padre que no deja de amarnos jamás.




Por fin en la Patagonia

Entre 1877 y 1880 se produce el giro misionero salesiano hacia la Patagonia. Tras la oferta del 12 de mayo de 1877 de la parroquia de Carhué, don Bosco sueña con la evangelización de las tierras australes, pero don Cagliero lo invita a la prudencia ante las dificultades culturales. Los intentos iniciales sufren retrasos, mientras que la “campaña del desierto” del general Roca (1879) redefine los equilibrios con los indígenas. El 15 de agosto de 1879 el arzobispo Aneiros encomienda a los salesianos la misión patagónica: «Finalmente ha llegado el momento en que puedo ofreceros la Misión de la Patagonia, hacia la cual vuestro corazón ha suspirado tanto». El 15 de enero de 1880 parte el primer grupo liderado por don Giuseppe Fagnano, inaugurando la epopeya salesiana en el sur argentino.

            Lo que hizo que Don Bosco y don Cagliero suspendieran, al menos temporalmente, cualquier proyecto misionero en Asia fue la noticia del 12 de mayo de 1877: el arzobispo de Buenos Aires había ofrecido a los salesianos la misión de Caruhé (al sudeste de la provincia de Buenos Aires), lugar de guarnición y frontera entre numerosas tribus de indígenas del vasto desierto de la Pampa y la provincia de Buenos Aires.
            Se abrían así por primera vez las puertas de la Patagonia a los Salesianos: Don Bosco estaba entusiasmado, pero Don Cagliero enfrió enseguida su entusiasmo: “Repito, sin embargo, que con respecto a la Patagonia no debemos correr con velocidad eléctrica, ni ir allí a vapor, porque los Salesianos no están todavía preparados para esta empresa […] se ha publicado demasiado y hemos podido hacer demasiado poco con respecto a los Indios. Es fácil de concebir, difícil de realizar, y es demasiado poco el tiempo que llevamos aquí, y debemos trabajar con celo y actividad para este fin, pero sin hacer alboroto, para no despertar la admiración de estas gentes de aquí, de querer aspirar, habiendo llegado ayer, a la conquista de un país que aún no conocemos y cuya lengua ni siquiera sabemos”.
            Ya sin la opción de Carmen de Patagones, con la parroquia confiada por el arzobispo a un sacerdote lazarista, a los salesianos les quedaban la parroquia más septentrional de Carhué y la más meridional de Santa Cruz, para la que don Cagliero consiguió un pasaje por mar en primavera, lo que habría retrasado seis meses su previsto regreso a Italia.
            La decisión de quién debía “entrar primero en la Patagonia” quedó así en manos de Don Bosco, que pretendía ofrecerle ese honor. Pero antes de que se diera cuenta, el don Cagliero decidió volver: “La Patagonia me espera, los de Dolores, Carhué, Chaco nos lo piden, ¡y yo los complaceré a todos corriendo!” (8 de julio de 1877). Regresó para asistir al I Capítulo General de la Sociedad Salesiana que se celebraría en Lanzo Torinese en septiembre. Entre otras cosas, siempre fue miembro del Capítulo Superior de la congregación, donde ocupó el importante cargo de Catequista General (era el número tres de la congregación, después de Don Bosco y Don Rua).
            El año 1877 se cerró con la tercera expedición de 26 misioneros dirigida por el don Santiago Costamagna y con la nueva petición de Don Bosco a la Santa Sede de una Prefectura en Carhué y un Vicariato en Santa Cruz. Pero, a decir verdad, en todo ese año la evangelización directa de los salesianos fuera de la ciudad se había limitado a la breve experiencia de don Cagliero y del clérigo Evasio Rabagliati en la colonia italiana de Villa Libertad en Entre Ríos (abril de 1877) en los límites de la diócesis de Paraná y a algunas excursiones al campamento salesiano pampeano en San Nicolás de los Arroyos.

El sueño se realiza (1880)
            En mayo de 1878 el primer intento de llegar a Carhué por parte de don Costamagna y del clérigo Rabagliati fracasó a causa de una tempestad marina. Pero mientras tanto Don Bosco ya había vuelto a la carga con el nuevo Prefecto de Propaganda Fide, el Cardenal Giovanni Simeoni, proponiendo un Vicariato o Prefectura con sede en Carmen, como el mismo don Fagnano había sugerido, que veía como un punto estratégico para llegar a los nativos.
            Al año siguiente (1879), justo cuando el proyecto de entrada de los salesianos en Paraguay tocaba a su fin, se les abrieron por fin las puertas de la Patagonia. En abril, en efecto, el general Julio A. Roca inició la famosa «campaña del desierto» con el objetivo de someter a los indios y obtener seguridad interna, haciéndolos retroceder más allá de los ríos Negro y Neuquén. Fue el «tiro de gracia» a su exterminio, tras las numerosas matanzas del año anterior.
            El vicario general de Buenos Aires, monseñor Espinosa, como capellán de un ejército de seis mil hombres, fue acompañado por el clérigo argentino Luigi Botta y don Costamagna. El futuro obispo se dio cuenta enseguida de la ambigüedad de su posición, escribió inmediatamente a Don Bosco, pero no vio otra manera de abrir el camino de la Patagonia a los misioneros salesianos. Y en efecto, en cuanto el gobierno pidió al arzobispo que estableciera algunas misiones a orillas del Río Negro y en la Patagonia, se pensó inmediatamente en los salesianos.
            Los salesianos, por su parte, tenían la intención de solicitar al gobierno la concesión por diez años de un territorio administrado por ellos para construir, con materiales pagados por el gobierno y con mano de obra de los indios, los edificios necesarios para una especie de reducción en ese territorio: los pobres evitarían la contaminación de los “corruptos y viciosos” colonos cristianos y los misioneros plantarían allí la cruz de Cristo y la bandera argentina. Pero el inspector salesiano P. Francisco Bodrato no se sentía para decidir por su cuenta, y el P. Lasagna lo desaconsejó en mayo aduciendo que el gobierno de Avellaneda estaba al final de su mandato y no le interesaba el problema religioso. Por tanto, era mejor preservar la independencia y la libertad de acción salesiana.
            El 15 de agosto de 1879 Monseñor Aneiros ofreció formalmente a Don Bosco la misión patagónica: “Ha llegado por fin el momento en que puedo ofrecerle la Misión de la Patagonia, hacia la que tanto ha anhelado su corazón, como cura de almas entre los patagones, que pueden servir de centro a la misión”.
            Don Bosco lo aceptó de inmediato y de buen grado, aunque todavía no era el ansiado consentimiento para la erección de circunscripciones eclesiásticas autónomas de la Archidiócesis de Buenos Aires, realidad a la que se oponía constantemente el Ordinario diocesano.

La partida
            El grupo de misioneros partió hacia la anhelada Patagonia el 15 de enero de 1880: estaba integrado por el padre José Fagnano, director de la Misión y párroco en Carmen de Patagones (el padre lazarista se había retirado), dos sacerdotes, uno de los cuales estaba a cargo de la parroquia de Viedma, en la otra orilla del Río Negro, un laico salesiano (coadjutor) y cuatro religiosas. En diciembre llegó el P. Domingo Milanesio para ayudar, y unos meses más tarde el P. José Beauvoir con otro novicio coadjutor. Comenzaba la epopeya misionera salesiana en la Patagonia.




Habemus Papam: León XIV

El 8 de mayo de 2025, memoria de la Bienaventurada Virgen del Rosario de Pompeya, fue elegido el cardenal Robert Francis Prevost (69 años) como 267º Pontífice. Es el primer Papa nacido en Estados Unidos y ha elegido el nombre de León XIV.


Presentamos su perfil biográfico esencial

Nacimiento: 14 de septiembre de 1955, Chicago (Illinois, EE. UU.)
Familia: Louis Marius Prevost (de origen francés e italiano) y Mildred Martínez (de origen español); hermanos Louis Martín y John Joseph
Idiomas: inglés, español, italiano, portugués y francés; lee latín y alemán
Apodo en Perú: «Latin Yankee», síntesis de su doble alma cultural
Nacionalidad: estadounidense y peruana

Formación
– Seminario menor agustino (1973)
– Licenciatura en Ciencias Matemáticas, Universidad de Villanova (1977)
– Máster en Teología, Catholic Theological Union, Chicago (1982)
– Licenciatura en Derecho Canónico, Pontificia Universidad Santo Tomás de Aquino – Angelicum (1984)
– Doctorado en Derecho Canónico, Pontificia Universidad Santo Tomás de Aquino – Angelicum (1987), con la tesis: «El papel del prior local de la Orden de San Agustín»
– Profesión religiosa: noviciado de Saint Louis de la provincia de Nuestra Señora del Buen Consejo de la Orden de San Agustín (1977)
– Votos solemnes (29.08.1981)
– Ordenación sacerdotal: 19.06.1982, Roma (por el arzobispo Jean Jadot)

Ministerio y principales cargos
1985-1986: Misionero en Chulucanas, Piura (Perú)
1987: Director de vocaciones y director de misiones de la Provincia Agustina «Madre del Buon Consiglio» de Olympia Fields, Illinois (EE. UU.)
1988: Enviado a la misión de Trujillo (Perú) como director del proyecto de formación común de los aspirantes agustinos de los vicariatos de Chulucanas, Iquitos y Apurímac
1988-1992: Director de la comunidad
1992-1998: Profesor de los profesos
1989-1998: Vicario judicial en la Arquidiócesis de Trujillo, profesor de Derecho Canónico, Patrística y Moral en el Seminario Mayor «San Carlos y San Marcelo»
1999: Prior provincial de la Provincia «Madre del Buen Consejo» (Chicago)
2001-2013: Prior general de los Agustinos durante dos mandatos (aproximadamente 2700 religiosos en 50 países)
2013: profesor de los profesos y vicario provincial en su provincia (Chicago)
2014: Administrador apostólico de la Diócesis de Chiclayo y obispo titular de Sufar, Perú (nombramiento episcopal el 03.11.2014)
2014: consagración episcopal, en la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe (12.12.2014)
2015: nombrado obispo de Chiclayo (26.09.2015)
2018: 2º vicepresidente de la Conferencia Episcopal del Perú (08.03.2018 – 30.01.2023)
2020: Administrador apostólico de Callao, Perú (15.04.2020 – 17.04.2021)
2023: Arzobispo ad personam (30.01.2023 – 30.09.2023)
2023: Prefecto del Dicasterio para los Obispos (30.01.2023 [12.04.2023] – 09.05.2025)
2023: Presidente de la Comisión Pontificia para América Latina (30.01.2023 [12.04.2023] – 09.05.2025)
2023: Creado cardenal diácono, titular de Santa Mónica de los Agustinos (30.09.2023 [28.01.2024] – 06.02.2025)
2025: Promovido cardenal obispo de la diócesis suburbana de Albano (06.02.2025 – 08.05.2025)
2025: Elegido Sumo Pontífice (08.05.2025)

Servicio en la Curia Romana
Fue miembro de los dicasterios para la Evangelización, Sección para la Primera Evangelización y las Nuevas Iglesias Particulares; para la Doctrina de la Fe; para las Iglesias Orientales; para el Clero; para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica; para la Cultura y la Educación; para los Textos Legislativos, y de la Comisión Pontificia para el Estado de la Ciudad del Vaticano

Que el Espíritu Santo ilumine su ministerio, como lo hizo con el gran san Agustín.
¡Recemos por un pontificado fecundo y lleno de esperanza!




Obsequios de los jóvenes a María (1865)

En el sueño narrado por Don Bosco en la Crónica del Oratorio, fechado el 30 de mayo, la devoción mariana se convierte en un vívido juicio simbólico sobre los jóvenes del Oratorio: una procesión de jóvenes se presenta, cada uno con un don, ante un altar espléndidamente adornado en honor a la Virgen. Un ángel, custodio de la comunidad, acoge o rechaza las ofrendas, revelando su significado moral: flores perfumadas o marchitas, espinas de desobediencia, animales que encarnan vicios graves como la impureza, el robo y el escándalo. En el corazón de la visión resuena el mensaje educativo de Don Bosco: la humildad, la obediencia y la castidad son los tres pilares para merecer la corona de rosas de María.

            En medio de estas penas don Bosco se consolaba con la devoción a María Santísima, honrada durante el mes de mayo por toda la comunidad de una manera especial. De sus pláticas de la noche solamente nos ha conservado la Crónica la del día 30 de mayo, que por cierto es preciosa en extremo.

30 de mayo

            Contemplé un gran altar dedicado a María y magníficamente adornado. Vi a todos los alumnos del Oratorio avanzando procesionalmente hacia él. Cantaban loas a la Virgen, pero no todos del mismo modo, aunque cantaban la misma canción. Muchos cantaban bien y con precisión de compás, aunque unos más fuerte y otros más bajos. Algunos cantaban con voces malas y muy roncas, éstos desentonaban, ésos caminaban en silencio y se salían de la fila, aquéllos bostezaban y parecían aburridos; algunos topaban unos contra otros y se reían entre sí. Todos llevaban regalos para ofrecérselos a María. Tenían todos un ramo de flores, quien más grande, quien más pequeño y distintos los unos de los otros. Unos tenían un manojo de rosas, otros de claveles, otros de violetas, etc. Algunos llevaban a la Virgen regalos muy extraños.

            Quien llevaba una cabeza de cerdito, quien un gato, quien un plato de sapos, quien un conejo, quien un corderito u otros regalos. Había un hermoso joven delante del altar que, si se le miraba atentamente, se veía que detrás de las espaldas tenía alas. Era, tal vez, el Ángel de la Guarda del Oratorio, el cual, conforme iban llegando los muchachos recibía sus regalos y los colocaba en el altar.
            Los primeros ofrecieron magníficos ramos de flores y él, sin decir nada, los colocó al pie del altar. Muchos otros entregaron sus ramos. El los miró; los desató, hizo quitar algunas flores estropeadas, que tiró fuera, y volviendo a arreglar el ramo, lo colocó en el altar. A otros, que tenían en su ramo flores bonitas, pero sin perfume, como las dalias, las camelias, etc., el Ángel hizo quitar también éstas porque la Virgen quiere realidades y no apariencias. Así rehecho el ramo, el Ángel lo ofreció a la Virgen. Muchos tenían espinas, pocas o muchas, entre las flores y, otros, clavos. El Ángel quitó éstos y aquéllas.

            Llegó finalmente el que llevaba el cerdito y el Ángel le dijo: -¿Cómo te atreves a presentar este regalo a María? ¿Sabes qué significa el cerdo? Significa el feo vicio de la impureza. María, que es toda pureza, no puede soportar este pecado. Retírate, pues; no eres digno de estar ante Ella.
            Vinieron los que llevaban un gato y el Ángel les dijo:
            – ¿También vosotros os atrevéis a ofrecer a María estos dones? El gato es la imagen del robo, ¿y vosotros lo ofrecéis a la Virgen? Son ladrones los que roban dinero, objetos, libros a los compañeros, los que sustraen cosas de comer al Oratorio, los que destrozan los vestidos por rabia, los que malgastan el dinero de sus padres no estudiando, etc. E hizo que también éstos se pusieran aparte.
            Llegaron los que llevaban platos con sapos y el Ángel, mirándoles indignado, les dijo: -Los sapos simbolizan el vergonzoso pecado del escándalo y, ¿vosotros venís a ofrecérselos a la Virgen? Retiraos, id con los que no son dignos. Y se retiraron confundidos. Avanzaban otros con un cuchillo clavado en el corazón. El cuchillo significaba los sacrilegios. El Ángel les dijo:
            – ¿No veis que lleváis la muerte en el alma: ¿Que estáis con vida por misericordia de Dios y que de lo contrario estaríais perdidos para siempre? ¡Por favor! ¡Que os arranquen ese cuchillo! También éstos fueron echados fuera.
            Poco a poco se acercaron todos los demás jóvenes y ofrecían corderos, conejos, pescado, nueces, uvas, etc., etc. El Ángel recibió todo y lo puso sobre el altar. Y después de haber separado así los buenos de los malos, hizo formar en filas ante el altar aquéllos cuyos dones habían sido aceptados por María. Con gran dolor vi que los que habían sido puestos aparte eran más numerosos de lo que yo creía.
            Salieron por ambos lados del altar otros dos ángeles que sostenían dos riquísimas cestas llenas de magníficas coronas hechas con rosas estupendas. No eran rosas terrenales, sino como artificiales, símbolo de la inmortalidad.
            Y el Ángel de la Guarda fue tomando una a una aquellas coronas y coronó a todos los jóvenes formados ante el altar. Las había grandes y pequeñas, pero todas de una belleza incomparable. Os he de advertir que no solamente se hallaban allí los actuales alumnos de la casa, sino también muchos más que yo no había visto nunca.
            En esto que sucedió algo admirable. Había muchachos de cara tan fea que casi daban asco y repulsión; a éstos les tocaron las coronas más hermosas, señal de que a un exterior tan feo suplía el regalo de la virtud de la castidad, en grado eminente. Muchos otros tenían la misma virtud, pero en grado menos elevado. Muchos se distinguían por otras virtudes, como la obediencia, la humildad, el amor de Dios, y todos tenían coronas proporcionadas al grado de sus virtudes. El Ángel les dijo:
            -María ha querido que hoy fueseis coronados con hermosas flores. Procurad, sin embargo, seguir de modo que no os sean arrebatadas. Hay tres medios para conservarlas: 1.° humildad, 2.° obediencia, y 3.° castidad; son tres virtudes que siempre os harán gratos a María y un día os harán dignos de recibir una corona infinitamente más hermosa que ésta.
            Entonces los jóvenes empezaron a cantar ante el altar el Ave maris Stella.
            Terminada la primera estrofa, y procesionalmente, como habían llegado, iniciaron la marcha cantando: Load a María, pero con voces tan fuertes que yo quedé estupefacto, maravillado. Les seguí durante un rato y luego volví atrás para ver a los muchachos que el Ángel había puesto aparte: pero no los vi más.
            Amigos míos: yo sé quiénes fueron coronados y quiénes fueron rechazados por el Ángel. Se lo diré a cada uno en particular para que todos procuréis ofrecer a María obsequios que ella se digne aceptar.
            Mientras tanto, he aquí algunas observaciones: La primera. -Todos llevaban flores a la Virgen y, entre ellas, las había de muchas clases, pero observé que todos, unos más otros menos, tenían espinas en medio de las flores. Pensé y volví a pensar qué significaban aquellas espinas y descubrí que significaban la desobediencia. Tener dinero sin licencia y sin querer entregarlo al Administrador; pedir permiso para ir a un sitio y después ir a otro; llegar tarde a clase cuando ya hace tiempo que están los demás en ella, hacer merendolas clandestinas; entrar en los dormitorios de otros, lo que está severamente prohibido, no importa el motivo o pretexto que tengáis; levantarse tarde por la mañana; abandonar las prácticas reglamentarias; hablar en horas de silencio; comprar libros sin hacerlos revisar; enviar cartas por medio de terceros para que no sean vistas y recibirlas por el mismo medio; hacer tratos, comprar y vender cosas entre vosotros: esto es lo que significan las espinas. Muchos de vosotros preguntaréis si es pecado transgredir los reglamentos de la casa. Lo he pensado seriamente y os respondo que sí. No digo si ello es grave o leve; hay que regularse por las circunstancias, pero pecado lo es. Alguno me dirá que en la ley de Dios no se habla de que debamos obedecer los reglamentos de la casa. Escuchad: está en los mandamientos: – ¡Honrar padre y madre! ¿Sabéis qué quieren decir las palabras padre y madre? Comprenden también a los que hacen sus veces. Además, ¿no está escrito en la Escritura: Oboedite praepositis vestris? (Obedeced a vuestros dirigentes). Si a vosotros os toca obedecer, es lógico que a ellos toca mandar. Este es el origen de los reglamentos del Oratorio y ésta la razón de si se deben cumplir o no.
            Segunda observación. -Algunos llevaban entre sus flores unos clavos, clavos que habían servido para enclavar al buen Jesús. ¿Cómo? Siempre se empieza por las cosas pequeñas y luego se llega a las grandes. Aquel tal quería tener dinero para satisfacer sus caprichos y gastarlo a su antojo y por eso no quiso entregarlo; vendió después sus libros de clase y terminó por robar dinero y prendas a sus compañeros. Aquel otro quería estimular el garguero y llegaron las botellas, etc.; después se permitió otras licencias hasta caer en pecado mortal. Así se explican los clavos de aquellos ramos, así es como se crucifica al buen Jesús. Ya dice el Apóstol que los pecados vuelven a crucificar al Salvador. Rursus crucifigentes Filium Dei (Crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios).
            Tercera observación. -Muchos jóvenes tenían, entre las flores frescas y olorosas de sus ramos, flores secas y marchitas o sin perfume alguno. Estas significaban las buenas obras hechas en pecado mortal, las cuales no sirven para acrecentar sus méritos; las flores sin perfume son las obras buenas hechas por fines humanos, por ambición o solamente para agradar a superiores y maestros. Por esto el Ángel les reprochaba que se atreviesen a presentar a María tales obsequios y les mandaba atrás para que arreglasen su ramo. Ellos se retiraban, lo deshacían, quitaban las flores secas y después, arregladas las flores, las ataban como antes y las llevaban de nuevo al Ángel, el cual las aceptaba y ponía sobre la mesa. Una vez terminada su ofrenda, sin ningún orden, se juntaban con los otros que debían recibir la corona.

            Yo vi en este sueño todo lo que sucedió y sucederá a mis muchachos. A muchos ya se lo he dicho, a otros se lo diré. Por vuestra parte, procurad que la Santísima Virgen reciba de vosotros dones que no tengan que ser rechazados.
(MB IT VIII, 129-132 / MB ES 120-122)

Foto de apertura: Carlo Acutis durante una visita al Santuario mariano de Fátima.




Santo Domingo Savio. Los lugares de la infancia

Santo Domingo Savio, el “pequeño gran santo”, vivió su breve pero intensa niñez entre las colinas del Piamonte, en lugares hoy cargados de memoria y espiritualidad. Con motivo de su beatificación en 1950, la figura de este joven discípulo de Don Bosco fue celebrada como símbolo de pureza, fe y dedicación evangélica. Recorramos los lugares principales de su infancia —Riva presso Chieri, Morialdo y Mondonio— a través de testimonios históricos y relatos vívidos, revelando el ambiente familiar, escolar y espiritual que forjó su camino hacia la santidad.

            El Año Santo de 1950 fue también el de la Beatificación de Domingo Savio, que tuvo lugar el 5 de marzo. El discípulo de Don Bosco, de 15 años, fue el primer santo laico “confesor” que subió a los altares a tan temprana edad.
            Aquel día, la Basílica de San Pedro estaba abarrotada de jóvenes que daban testimonio, con su presencia en Roma, de una juventud cristiana totalmente abierta a los ideales más sublimes del Evangelio. Se transformó, según Radio Vaticano, en un inmenso y ruidoso Oratorio Salesiano. Cuando el velo que cubría la figura del nuevo Beato cayó de los rayos de Bernini, un frenético aplauso se levantó de toda la basílica y el eco llegó hasta la plaza, donde se descubrió el tapiz que representaba al Beato desde la Logia de las Bendiciones.
            El sistema educativo de Don Bosco recibió aquel día su máximo reconocimiento. Quisimos volver a visitar los lugares de la infancia de Domingo, tras releer la detallada información de don Michele Molineris en esa Nueva Vida de Domingo Savio, en la que describe con su conocida seriedad documental lo que no dicen las biografías de Santo Domingo Savio.

En Riva cerca de Chieri
            Nos encontramos en primer lugar en San Giovanni di Riva junto a Chieri, la aldea donde nació nuestro “pequeño gran Santo” el 2 de abril de 1842, de Carlo Savio y Brigida Gaiato, el segundo de diez hijos, heredando del primero, que sólo sobrevivió 15 días después de su nacimiento, su nombre y su primogenitura.
            Su padre, como sabemos, procedía de Ranello, una aldea de Castelnuovo d’Asti, y de joven había ido a vivir con su tío Carlo, herrero en Mondonio, en una casa de la actual Via Giunipero, en el n.º 1, aún llamada “ca dèlfré” o casa del herrero. Allí, de “Barba Carlòto” había aprendido el oficio. Algún tiempo después de su matrimonio, contraído el 2 de marzo de 1840, se había independizado, trasladándose a la casa Gastaldi de San Giovanni di Riva. Alquiló una vivienda con habitaciones en la planta baja, aptas para cocina, almacén y taller, y dormitorios en el primer piso, a los que se accedía por una escalera exterior hoy desaparecida.
            Posteriormente, en 1978, los herederos de Gastaldi vendieron la casa de campo y la granja contigua a los Salesianos. Y hoy, un moderno centro juvenil, dirigido por antiguos alumnos y cooperadores salesianos, da memoria y nueva vida a la casita donde nació Domingo.

En Morialdo
            En noviembre de 1843, es decir, cuando Domingo aún no había cumplido los dos años, la familia Savio, por motivos de trabajo, se trasladó a Morialdo, la aldea de Castelnuovo vinculada al nombre de San Juan Bosco, que nació en Cascina Biglione, una aldea del distrito de Becchi.
            En Morialdo, los Savio alquilaron unas pequeñas habitaciones cerca del porche de entrada de la granja propiedad de Viale Giovanna, que se había casado con Stefano Persoglio. Más tarde, su hijo Persoglio Alberto vendió toda la granja a Pianta Giuseppe y familia.
            En la actualidad, esta granja es también, en su mayor parte, propiedad de los Salesianos que, tras restaurarla, la han utilizado para encuentros de niños y adolescentes y para visitas de peregrinos. A menos de 2 km del Colle Don Bosco, está situada en un entorno campestre, entre festones de viñas, campos fértiles y prados ondulados, con un aire de alegría en primavera y de nostalgia en otoño, cuando las hojas amarillentas se doran con los rayos del sol, con un panorama encantador en los días buenos, cuando la cadena de los Alpes se extiende en el horizonte desde la cima del Monte Rosa, cerca de Albugnano, hasta el Gran Paradiso, hasta Rocciamelone, bajando hasta Monviso, es verdaderamente un lugar para visitar y aprovechar días de intensa vida espiritual, una escuela de santidad al estilo de Don Bosco.
            La familia Savio permaneció en Morialdo hasta febrero de 1853, es decir, nueve años y tres meses. Domingo, que sólo vivió 14 años y meses, pasó allí casi dos tercios de su corta existencia. Por tanto, se le puede considerar no sólo alumno e hijo espiritual de Don Bosco, sino también su paisano.

En Mondonio
            Por qué la familia Savio abandonó Morialdo, sugiere el P. Molineris. Su tío el herrero había muerto y el padre de Domingo podía heredar no sólo las herramientas del oficio, sino también la clientela de Mondonio. Esa fue probablemente la razón del traslado, que tuvo lugar, sin embargo, no a la casa de Via Giunipero, sino a la parte baja del pueblo, donde alquilaron a los hermanos Bertello la primera casa a la izquierda de la calle principal del pueblo. La pequeña casa constaba, y sigue constando hoy, de una planta baja con dos habitaciones, adaptadas como cocina y taller, y una planta superior, encima de la cocina, con dos habitaciones y espacio suficiente para un taller con puerta a la rampa a la calle.
            Sabemos que los cónyuges Savio tuvieron diez hijos, tres de los cuales murieron muy jóvenes y otros tres, incluido el nuestro, no llegaron a cumplir los 15 años. La madre murió en 1871 a la edad de 51 años. El padre, que se quedó solo en casa con su hijo Juan, después de haber acogido a las tres hijas supervivientes, pidió hospitalidad a Don Bosco en 1879 y murió en Valdocco el 16 de diciembre de 1891.
            En Valdocco, Domingo había ingresado el 29 de octubre de 1854, permaneciendo allí, salvo breves periodos vacacionales, hasta el 1 de marzo de 1857. Murió ocho días después en Mondonio, en la pequeña habitación junto a la cocina, el 9 de marzo de ese año. Su estancia en Mondonio fue, por tanto, de unos 20 meses en total, y en Valdocco de 2 años y 4 meses.

Recuerdos de Morialdo
            De este breve repaso a las tres casas de los Savio, se desprende que la de Morialdo debe ser la más rica en recuerdos. San Giovanni di Riva recuerda el nacimiento de Domingo, y Mondonio un año en la escuela y su santa muerte, pero Morialdo recuerda su vida en familia, en la iglesia y en la escuela. “Minòt”, como le llamaban allí, cuántas cosas habrá oído, visto y aprendido de su padre y de su madre, cuánta fe y amor demostró en la pequeña iglesia de San Pietro, cuánta inteligencia y bondad en la escuela de Don Giovanni Zucca, y cuánta diversión y vivacidad en el patio de recreo con sus compañeros de aldea.
            Fue en Morialdo donde Domingo Savio se preparó para su Primera Comunión, que hizo en la iglesia parroquial de Castelnuovo el 8 de abril de 1849. Fue allí, cuando sólo tenía 7 años, donde escribió las “Memorias”, es decir, las intenciones de su Primera Comunión:
            1. 1. Me confesaré muy a menudo y comulgaré todas las veces que el confesor me lo permita;
            2. Quiero santificar los días de fiesta;
            3. Mis amigos serán Jesús y María;
            4. La muerte, pero no los pecados.
            Recuerdos que fueron la guía de sus actos hasta el final de su vida.
            El comportamiento, la forma de pensar y de actuar de un niño reflejan el entorno en el que vivió, y especialmente la familia en la que pasó su infancia. Por eso, si se quiere comprender algo sobre Domingo, siempre es bueno reflexionar sobre su vida en aquella granja de Morialdo.

La familia
            La suya no era una familia de agricultores. Su padre era herrero y su madre costurera. Sus padres no eran de constitución robusta. Los signos de la fatiga se podían ver en el rostro de su padre, mientras que la finura de líneas distinguía el rostro de su madre. El padre de Domingo era un hombre de iniciativa y coraje. Su madre procedía del no muy lejano Cerreto d’Asti, donde tenía un taller de costura “y con su habilidad nos quitaba el aburrimiento de bajar al valle a buscar telas”. Y seguía siendo costurera también en Morialdo. ¿Lo habrá sabido Don Bosco? Curioso, sin embargo, su diálogo con el pequeño Domingo, que había ido a buscarle a casa de los Becchi:
            – Bueno ¿Qué le parece?
            – Eh, me parece que hay buena tela
(en piamontés.: Eh, m’a smia ch’a-j’sia bon-a stòfa!).
            – ¿Para qué se puede utilizar esta tela?
            – Para hacer un hermoso vestido para regalarle al Señor.
            – Así pues, yo soy la tela: usted será el sastre, tómeme con usted (en piem.: ch’èmpija ansema a chiel) y hará un hermoso vestido para el Señor
” (OE XI, 185).
            Un diálogo impagable entre dos compatriotas que se entendieron a la primera. Y su lenguaje era el adecuado para el hijo de la modista.
            Cuando murió su madre, el 14 de julio de 1871, el párroco de Mondonio, Don Giovanni Pastrone, dijo a sus llorosas hijas para consolarlas: “No lloréis, porque vuestra madre era una mujer santa; y ahora ya está en el Paraíso”.
            Su hijo Domingo, que la había precedido en el cielo hace unos años, también le había dicho a ella y a su padre, antes de fallecer: “No lloréis, ya veo al Señor y a la Virgen con los brazos abiertos esperándome”. Estas últimas palabras suyas, atestiguadas por su vecina Anastasia Molino, presente en el momento de su muerte, fueron el sello de una vida gozosa, el signo manifiesto de esa santidad que la Iglesia reconoció solemnemente el 5 de marzo de 1950, dándole más tarde la confirmación definitiva el 12 de junio de 1954 con su canonización.

Foto en el frontispicio. La casa donde murió Domingo en 1857. Es una construcción de tipo rural que data probablemente de finales del siglo XVII. Reconstruida sobre otra casa aún más antigua, es uno de los monumentos más queridos por los mondonienses.